Aprendemos al consentir que lo nuevo ensanche la
complejidad. Al ver más lejos y más hondo, ganando perspectiva y detalle. Aprender
es entender el conjunto de modos inéditos, mientras en las partes se insinúan nuevos
contrastes de incertidumbre.
Aprender debería revisar
lo obvio y excavar lo inconsciente, para hacernos más dueños de lo que tenemos y
más conocedores de lo que nos falta. Ya nos lo enseñó Sócrates: cuanto más sabemos,
más noción tenemos de lo que no sabemos, de lo que probablemente no sabremos
nunca. Por eso, la verdadera sabiduría no puede ser totalitaria. Ampliar el
territorio es acabar palpando las fronteras; a veces nuestro ingenio consigue
saltarlas; otras, nuestra simpleza las encoge. Aprender debería ser el esfuerzo de, al menos, no volver atrás.
Aprender es estar dispuesto
a sacrificar un poco de inocencia; al menos de esa inocencia infantil que nos
hacía encantadores, pero también parciales y despóticos. Madurar es renunciar a
la omnipotencia infantil, aquella deslumbrante fantasía, a cambio de la hermosa,
contundente realidad del límite. Aprender es relativizar, matizar, abrir y cuestionar
nuestro convencimiento, hasta dotarlo de la maleabilidad de la duda.

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