Hay cosas que solo nos cabe aceptar, o que es mejor aceptar si el precio de la rebelión es la salud o la serenidad.
Cada avance suelta un rastro de renuncias, y hasta los mayores triunfos se logran a costa de dejarse prendas por el camino. Siempre lo que es se impone a lo que deseamos, y tal vez haya en ello una justicia: ¿por qué nuestros deseos ―tan ignorantes, tan caprichosos, tan contradictorios― deberían valer más que la realidad?
Los escépticos nos enseñaron mucho sobre aceptación. Epoché, solían decir: las cosas son como son, y nada nos garantiza que serían mejores de otra manera. Sin llegar a su extremo de apatía ―y nuestro talante apasionado también es una condición que hay que aceptar―, podemos aprender a «dejar en suspenso» aquello que nos desborda. No nos dan igual el dolor ni el menoscabo, pero ahí están: Epoché. ¿Metimos la pata? Epoché. ¿Llegamos tarde o perdimos una oportunidad? Epoché. ¿Nos ofendieron? Epoché.
No se trata de encogerse de hombros como coartada para la pereza o la cobardía: ¿qué valor tendría una derrota de quien ni siquiera ha luchado? Pero si nos estamos dando contra las paredes, quizá mejor detenerse y probar otra cosa. Se puede sonreír y procurar dormir bien. Habrá oportunidades para un nuevo intento, y, si no nos sale, qué le vamos a hacer: Epoché.
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