Nada más frágil que una alianza humana, cualquiera que sea. Las alianzas se tejen y destejen, se forjan y se rompen. Son compromisos siempre transitorios, complicidades a expensas de las circunstancias. Tienen su momento de gloria y su hora de miseria.
Nos toca bailar esa danza que a veces nos aproxima y otras nos aleja, que parece seguir su propio designio y en la que nosotros apenas somos más que invitados.
Esa transitoriedad no las hace menos milagrosas: el hecho de que sucedan sigue siendo la excepción. Que se mantengan ―pues tienen tanto de azar como de esfuerzo y convicción, como todo lo valioso― es un verdadero logro, una obra maestra de lo humano. La alianza, como el amor, es un don que se brinda y se conquista, y que seguramente acabará perdiéndose.
En el amigo alienta el enemigo, y la línea que los separa es más tenue de lo que creemos. Los amantes se juran amor eterno porque aún no se conocen. Basta con llevar a la gente, aunque sea sin querer, cerca de sus límites o lejos de sus deseos, para que el miedo o el desengaño les hagan revolverse. Basta ponerla contra las cuerdas el tiempo suficiente. Basta con reordenar las piezas o cambiar los significados. La cuerda, entonces, se fortalece o se rompe.
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