Lo que se considera verdad es ante todo una construcción social. A menudo se imponen, por un consenso tácito y en buena parte inconsciente, convicciones que un somero examen revela insostenibles.
Y es que los principios colectivos no proceden del análisis, sino de la divulgación y el uso, esto es, del poder. Se constata así que, como sugiere el adagio, una mentira repetida suficientes veces acaba por convertirse en verdad.
Los ingenieros de la ideología conocen bien los resortes para ir ensartando esas creencias de un modo hábil y eficaz. Alcanzada cierta consistencia, tienden a seguir consolidándose por sí mismas, apuntaladas por la deseabilidad social (so pena de ser marginados de la tribu) y la disonancia cognitiva (que tiende a corroborar lo establecido).
Pocos cuestionan imposiciones arbitrarias cuando estas, por peregrinas que resulten, han alcanzado el estatus de válidas o deseables. El crítico será presionado para volver al redil; si resiste demasiado, se le someterá al ostracismo. Hay una inercia diabólica en los prejuicios consagrados por la costumbre, sobre todo si los avala una masa considerable y los reaviva una propaganda eficaz. ¿Qué nos queda? Jugarnos el tipo defendiendo la verdad mediante la duda obstinada.

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