El ego es una fuente de motivación potente y frágil. La misma fuerza que nos hace sentirnos valiosos y significativos puede hundirnos en la apatía cuando defenderla parece no valer la pena. Una línea muy fina separa lo que alimenta nuestro orgullo y lo que lo agrieta.
El ego nos da mucho trabajo, y por eso los budistas cortan por lo sano y se afanan en desacreditarlo. Sin embargo, ¿hasta qué punto podemos vivir sin blandir razones a favor de nuestra valía? Más aún: ¿haríamos algo si no tuviéramos una autoestima que reafirmar?
Los budistas aciertan en ponerle coto al ego, que compensa su profunda vulnerabilidad yéndose al otro extremo y subiéndose a la parra. El ego tiene tantas ganas de fascinarse consigo mismo que se sume en la torpeza de la soberbia, y es fácil hipnotizarle con adulaciones, como al cuervo de la fábula.
Sin embargo, bien usado, el ego es un aliado de la voluntad. A todos nos da fuerza felicitarnos por los logros, y podemos tolerar la crítica siempre que contenga una sugerencia de mejora sin poner en peligro la sensación de valía. Los niños se esforzarán por corregirse si nuestras exigencias llevan implícito el mensaje de que creemos en su capacidad para hacerlo. La crítica es destructiva cuando nos confina en el defecto en lugar de apelar a la superación.
A veces me pregunto: ¿y cuanto hay de ego en querer poner coto al ego?
ResponderEliminar¡Por supuesto! El budismo confiesa que utiliza el ego para demoler el ego. Otra paradoja apasionante.
EliminarYo creo que el ego, más que bueno o malo, es un juego imprescindible de la vida consigo misma, a través de la ilusión de la identidad. Cada vez que ponemos en marcha el ego, el entretenimiento -diversión y pesar- está asegurado. De niños nos intercambiábamos los papeles de policías y ladrones.
Como escribías no hace mucho: "The show must go on".