Todo empieza y culmina en el coraje. Porque la vida es difícil, y casi siempre hay que nadar contra corriente; lo bueno debe ser conquistado: pocas veces se entrega con prodigalidad y nunca sin contrapartida.
Para renovarlo hacen falta valor y persistencia. Esta última es otra forma de ímpetu, que apuesta por defender lo valioso ante la tentadora capitulación de lo fácil. «Sin valor, uno no podría resistir lo peor en uno mismo o en el otro», escribe Comte-Sponville, y nos recuerda que «la virtud es un esfuerzo», pues, como ya señalaba Aristóteles, requiere «actuar de forma firme e inquebrantable», con esa actitud que Tomás de Aquino nombraba fortitudo.
La necesaria fuerza es, pues, valentía: porque pocas veces sale sola, porque a menudo hay que elevarla en contra de la debilidad. No hay libertad sin coraje, o al menos no hay una libertad consecuente, que elija lo mejor y lo defienda. Es posible que en el trasfondo de los grandes dilemas de la vida se esté escenificando un único drama central: fuerza o impotencia, arrojo o apocamiento. Hamlet estaba equivocado: la cuestión no es ser o no ser, sino luchar o rendirse. Nietzsche lo entendió bien, y por eso nos quería fuertes antes que buenos, o más bien consideraba que el único camino para la bondad es la fortaleza, el conatus que decía Spinoza.
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