Un inconveniente propio de los excesos es que, en su alud, suelen llevarse por delante algo inocente y frágil. Los héroes, enfrascados en sus gestas, siempre pisotean alguna flor. Lo delicado, lo sutil, sufre bajo el alarde de lo desmesurado. La avalancha que abre pasos nuevos en la roca se lleva por delante las aldeas y los bosques.
¿De qué nos sirve el frenesí si no somos capaces de cuidar de un jardín? ¿Para qué queremos forjar una gloria que nos robe la serenidad? ¿Qué valor tiene una grandeza sin poesía, un coraje sin compasión? En lo pequeño damos indicio de nuestra medida tanto como en lo grande, o más: para acarrear pesos basta con ser fuerte, pero un relojero necesita precisión. El coraje y el arrebato son buenos, pero la ternura es mejor. El ímpetu que nos convierte en conquistadores es necesario para una vida apasionada ―la única que concibo digna de ser vivida―, pero nos consumirá pronto, como un fuego voraz, sin el contrapeso del silencio y la serenidad.
Seamos todo lo héroes que queramos y hasta donde nos dé el cuerpo, pero sepamos también salvaguardar lo blando y lo frágil. Busquémonos las metas y las luchas que nos hagan falta, pero estemos atentos a si en ellas se escucha un requiebro o un gemido. ¡Hay tantos imperios triviales! ¡Hay tantos jardines espléndidos!

destrozar lo bonito, ¿acaso da pie a intentar crear algo mejor? ¿No fue así como ha prosperado la vida durante cientos de millones de años?
ResponderEliminarLa vida es una fuerza ciega que no se debe más que a sí misma. En su avance enaltece lo que triunfa y aplasta sin inmutarse lo que fracasa. Somos nosotros (extraños exiliados) los que introducimos el valor, y cultivamos lo inútil solo porque es bello. La fuerza que nos ha hecho así es la misma que crea y destruye mundos, pero, una vez dotados de conciencia y voluntad, ya no tenemos más remedio que atenernos a ellas. ¿Apunta aquí nuestra ya clásica discusión sobre la libertad?
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