Cuestionarse a uno mismo es peliagudo, sobre todo cuando el Otro Yo dormita convencido de hallarse en la verdad. Llevarse la contraria, aunque constituya una gimnasia mental muy sana, resulta además fastidioso y aguafiestas. Por eso necesitamos oponentes: para que ellos se encarguen de zarandearnos y poner a prueba el valor de nuestras convicciones.
Es una gozada tener siempre razón, creyéndose merecedor de la aquiescencia universal. Sin embargo, lo realmente fecundo es que nos planteen objeciones y nos sometan a críticas. Hasta en el triunfo se hace tediosa la rutina, como sabía aquel caballero de leyenda que ansiaba que un rival le derrotara para rendirle vasallaje. Las victorias disputadas son más sabrosas.
Debemos gratitud a nuestros rivales, puesto que sacan lo mejor de nosotros; nos obligan a batirnos por lo que consideramos valioso o acertado; dan una oportunidad a lo justo y lo certero frente a la arrogancia del ego. Pocas cosas dignifican más que un adversario digno: pocas nos aportan una noción más precisa de nuestra valía, o del mérito de lo que hacemos. ¿De qué vale que nos den la razón, si no la tenemos? El emperador del cuento tuvo suerte de que en su reino hubiese al menos un niño dispuesto a proclamar que iba desnudo.
Muy de acuerdo... es importante saber vivir con cierto fair play, es decir, respetando ya dmirando especialmente a tus mejores adversarios
ResponderEliminar