Lo excepcional se celebra en el exceso. Nuestros festejos piden cantidad: de invitados, de regalos, de comida, de bebida, de música….
Es más: la abundancia crea la excepción, y sin ella parece que no hemos exaltado lo singular, como si no hubiésemos salido del territorio de lo cotidiano, marcado por la carencia.
Somos seres rituales, y con los ritos dotamos a la vida de significado. En las sociedades colectivistas, la festividad se costea entre todos: una comida compartida, y luego una danza alrededor del fuego, tal vez consumiendo alguna sustancia que exalte el ánimo y altere la percepción, todo ello ungido de sacralidad para que resulte aún más intenso. Cuando empiezan a diferenciarse clases y aparecen los «grandes hombres», la profusión y el desperdicio actúan como signos de grandeza y estrategias de cohesión de los clanes, como ejemplifican los documentados banquetes de potchlach. Podemos rastrear estas prácticas tradicionales en algunas de nuestras costumbres actuales: desde el banquete de bodas hasta los eventos artísticos o deportivos.
Tal vez sigamos necesitando el mito y el rito para que nuestras vidas se impregnen de sentido y valor social. Un acontecimiento sin gala queda deslucido; un exceso sin ritual sabe a desperdicio.

No hay comentarios:
Publicar un comentario