Nunca se indagará bastante acerca de esa pobre raza sufriente —patéticamente sufriente— que somos los hipersensibles.
Es como existir en carne viva. El hipersensible no afronta problemas, sino tragedias; no observa, vigila; no se emociona, padece; no está atento, sino alerta; no descansa, se atrinchera.
Al hipersensible le falta serenidad y le sobran emoción y literatura. Cierto que tiene el don de captar la belleza, pero con tanta intensidad que se le hace miseria. Su vivir es un sinvivir de altibajos y sobreactuaciones. No se relaja y no deja a los otros relajarse, con su permanente alboroto de éxtasis y lamentos. A veces se convierte en un luchador enardecido, como Lord Byron; otras enloquece, como Holderlin; otras acaba suicidándose, como Larra. Tres ejemplos de románticos: el Romanticismo fue la era de los hipersensibles. Tuvo su grandeza, como todo lo auténtico, como todo lo que expresa una faceta de la naturaleza humana; pero luego degeneró en pose y aún nos estamos recuperando de él.
El hipersensible, por ser del todo justos, si consigue salvarse de la zozobra de su exceso, tal vez convierta su activación en entusiasmo, su sentimentalismo en arte o su penetración en sabiduría. Los psicólogos nos llaman neuróticos, con razón, pero no nos deis por imposibles: la angustia también nos hace innovadores.

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