Todos somos valientes hasta que dejamos de serlo: el coraje, como cualquier virtud, topa con el contorno de nuestra humanidad.
Unos límites que no elegimos, pero que ahí están, y no los palpamos hasta que nuestra voluntad se da de bruces contra ellos: sencillamente, a veces la fuerza no alcanza a la intención.
Así que, como reflexiona Comte-Sponville, la virtud también es cuestión de azar: tener la suerte de no encontrarnos con el extremo que nos quebrantaría, o bien la fatalidad de que nos toque. «Los héroes lo saben cuando son lúcidos, lo cual les hace humildes, de cara a sí mismos, y misericordiosos, de cara a los otros».
Y es que el propio heroísmo tiene mucho de azar: falta que el desafío resulte soportable, que nos encuentre fuertes, que la voluntad se sobreponga a la tentación de desistir… Lo mismo que avivó nuestra entereza podría doblegarnos en otra ocasión. Por eso, tal vez haya que relativizar tanto el sentirse demasiado orgulloso de los triunfos (humildad) como atormentarse más de la cuenta por los despropósitos (misericordia).
Cada día nos aguarda una oportunidad de descollar, y un brete propicio a los naufragios. Nos queda recorrer las jornadas entrenando el valor, aprendiendo a serle fieles, y llevándolo, sin arrogancia ni culpabilidad, tan lejos como podamos.

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