Una ética que se pretende honesta derrapa al reducirse a la abstracción de las ideas o a las meras intenciones.
Nos gustaría promulgar, como Kant, un juicio tajante de lo bueno y lo malo, al margen de lo que está a nuestro alcance o se nos escapa. Sin embargo, ¿de qué nos sirve la disquisición teórica sobre la bondad si no contamos con nuestras posibilidades? Puesto que somos seres limitados, condicionados, necesitados, no podemos desentendernos del error, de la carencia, de la depravación. Quizá sea esa la prevención del cristianismo al declararnos pecadores por naturaleza.
Salimos al mundo con un mapa ideal; trazamos la ruta y nos disponemos a recorrerla. Pero el viaje está plagado de obstáculos desde el principio, y, por firme que sea la voluntad, a veces las fuerzas no alcanzan. Una ética coherente y realista debería atenerse a la naturaleza limitada del ser humano, y hacer valer, como pide Comte-Sponville, la humildad y la misericordia. No se trata de buscar excusas: siempre somos responsables, como postulaba Sartre; pero, a la vez, también estamos siempre limitados. Nadie podría asegurar que, en situaciones determinadas, no acabará comportándose como un cobarde, un traidor o un asesino. Aspiramos a lo mejor, pero lidiamos con lo peor. Los principios se aquilatan en el obrador de la compasión.

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