Lecturas S-Z

 SAINT-EXUPÉRY, Antoine
                                                                                                                                                                                                     
El principito
Probablemente se trate de una de las fábulas más sutiles y emotivas que jamás se escriban. Aunque gire en torno a la infancia, no es un cuento infantil. De matriz simbolista, su apariencia sencilla contiene una gran complejidad alegórica, que puede ser afrontada a diversos niveles. 
    Hay en esta historia una alusión a esa humanidad pura rousseauniana, intacta aún en la infancia, que se ve presionada, y en última instancia alienada, por los intereses y formalismos sociales.
    El Principito es acaso el otro yo del protagonista, quien, aislado por un accidente en la soledad del desierto, se ve sumido en la impotencia y el delirio. La historia se nos aparece como una ensoñación en medio del desierto, en la cual se alternan visiones de asteroides (símbolo de la soledad esencial del ser humano, el aislamiento y el desposeimiento), el nacimiento de flores de un día impetuosas y frágiles, y la sospecha de fuentes secretas que aguardan en los lugares más insospechados del páramo.
    En medio de todo ello, la esperanza, el verdadero valor de la vida, reside en el amor, esa proximidad privilegiada entre seres perdidos, ese mutuo "domesticarse" que nos rescata del anonimato de las masas. Cuando amamos, aunque el amor signifique también dolor, hallamos excepcionalmente tupidos vergeles, generosos oasis, en el corazón del desierto.
    El episodio más enigmático del relato tiene lugar al final, cuando el Principito se inmola voluntariamente a través del veneno de una serpiente, en una ceremonia de muerte y resurrección de ecos cristianos, que supuestamente le permitirá retornar al hogar del origen. ¿La muerte como renovación? Es difícil interpretar el significado profundo de esta última, estremecedora alegoría, que nos sume en una sensación de nostalgia desconcertada como legado final de este extraño, bellísimo cuento.

SALINGER, J. D.
                                                                                                                                                                                                     
El guardián entre el centeno
Holden Caulfield nos relata tres agitados días de su adolescencia, cuando, con 17 años, intenta escapar de un mundo asfixiante que desgarra su acusada sensibilidad. Holden no soporta la falsedad hipócrita del mundo adulto: le produce, según sus propias palabras, "ganas de vomitar". Atrapado en ese ambiente sórdido en el que no encuentra un lugar satisfactorio, se embarca en su peculiar odisea, más por desesperación que por genuina esperanza. Sin embargo, Holden saldrá siempre malparado, desde la expulsión del colegio hasta su último intento fallido de refugio en la casa del único profesor que respeta, y que también le fallará estrepitosamente.
    Holden podría evocarnos al pícaro Lazarillo: durante su periplo, breve pero intenso, conoce a fondo el abandono y la tristeza, y es víctima de decepciones y palizas en su esfuerzo por hallar algo sólido y digno entre los que le rodean. Caulfield analiza a las personas entre sátiras y cinismo, pero en el fondo siente por ellas lástima e incluso ternura. Será su hermanita de diez años, por la que el muchacho siente un cariño incondicional, la que le hará entrever el sentido de seguir viviendo, y le hará optar resignadamente por regresar a casa de sus padres.
    La aventura de Holden es un intento angustioso de huida, de escabullirse, al filo de una infancia que ya se pierde para siempre, de una vida adulta para la que se siente incapacitado. El autor nos pasea así por la sensibilidad, necesariamente herida, del alma adolescente, que afronta el mundo adulto en el que aún no sabe integrarse, y que, a fuerza de decepciones, coarta lo que siente como más auténtico en su persona: la creatividad, la rebeldía. Su regreso tiene la ambivalencia entre la resignación del adaptado a la fuerza y, quizá, la aurora de una nueva madurez.
    La novela ha sido aclamada, merecidamente, por su factura viva, dinámica, emotiva, fiel hasta el mínimo detalle a la realidad de un adolescente contemporáneo. Admite, como toda gran obra, múltiples lecturas, desde un divertido (y a veces dramático) nivel puramente anecdótico hasta una dimensión existencial. Todo ello basado en un agudo simbolismo de los personajes y situaciones con resonancias arquetípicas.
    El protagonista, descarnadamente solo, se mueve a la deriva a través de una sociedad que va desplegándose como una farsa ridícula, a veces grotesca. Es evidente que se trata de la sociedad americana de mediados del siglo XX, y, por extensión, toda la cultura occidental. Y, sin embargo, el personaje y la novela adquieren una grandeza heroica, una profundidad poética; la ingenuidad del protagonista, mezclada con su humor cáustico, realzan pero también suavizan la amargura de fondo. Holden tiene siempre, para aquellos a los que ridiculiza (empezando por él mismo), un pensamiento agradecido o como mínimo compasivo. La realidad es que vivir es duro, también para aquellos que nos lo hacen duro a nosotros.
    Holden es un fracasado, un inadaptado, y en este sentido es fácil identificarse con él: quién no lo ha sido, quién no lo es a menudo. Sin embargo, en medio de la desolación siempre se puede encontrar el alivio de una escena entrañable, como las conversaciones de Caulfield con su hermana, o la fiel veneración hacia Jane, amor platónico de Holden a quien no se decide nunca a llamar. O la poética evocación que hace el protagonista de la única labor de este mundo que realmente haría con gusto, un canto al fin de la infancia que da título al libro:
    "Muchas veces me imagino que hay un montón de niños jugando en un campo de centeno. Miles de niños. Y están solos, quiero decir que no hay nadie mayor vigilándolos. Solo yo. Estoy al borde de un precipicio y mi trabajo consiste en evitar que los niños se caigan en él. En cuanto empiezan a correr sin mirar adónde van, yo salgo de donde esté y los cojo. Eso es lo que me gustaría hacer todo el tiempo. Vigilarlos. Yo sería el guardián entre el centeno..."

SÁNCHEZ FERLOSIO, Rafael
                                                                                                                                                                                                     
Industrias y andanzas de Alfanhuí
Dos son las partes que conforman esta obra fascinante: las industrias y las andanzas. En la primera, que discurre por los territorios más secretos de la infancia, un niño aprende a hacer tintes con el zumillo que sueltan los lagartos bajo la lluvia, y a sacarle al ocaso su tintura roja. Este niño quiere ser taxidermista, y se va a Guadalajara, y allí su maestro le pone el nombre de Alfanhuí, que es el grito con que se llaman los alcaravanes, porque el niño tiene los ojos amarillos como ellos. En casa del maestro hay un jardín del sol y otro de la luna, donde todo era como de plata, y en el jardín del sol crece un castaño con el que Alfanhuí y su maestro harán un maravilloso experimento. Pero los hombres matarán al maestro, acusándole de brujo, y Alfanhuí, ya huérfano, emprenderá un camino triste por las tierras de Castilla.
    Son las andanzas. En Madrid conoce a Don Zana, una marioneta odiosa y cruel que se merece acabar rota contra las paredes. Luego seguirá hacia el norte, conocerá a su abuela, que incuba huevos en el regazo, y trabajará en una farmacia donde conocerá los nombres secretos de las yerbas. Por fin, en tierras de Palencia, se le terminará Castilla, y con ella la niñez. Y aquí termina este cuento repleto de sorpresas, donde cada detalle es un lujo.
    Ya Juan Benet señala en el prólogo cuánto se perdió de aquel joven fabulador que escribió una obra para niños grandes repleta de mentiras verdaderas, cuando, en un afán por irse al otro extremo de la objetividad, el escritor nos regalará en El Jarama una de las mejores novelas-testimonio que se hayan escrito. Porque, al fin, lo que caracteriza al ser humano es su hambre de ficciones, y esa es la labor del escritor, confeccionárselas bellas y bien narradas, a punto para el sueño. Echamos de menos las aventuras que se perdieron cuando Ferlosio dejó de escribir, vete a saber por qué extraño designio. Por fortuna quedó Alfanhuí, libro bello, bellísimo; esa belleza es su mensaje.

El Jarama
Fui postergando la visita porque temía aburrirme. Qué equivocado estaba. Al fin leí la novela de Rafael Sánchez Ferlosio. Me sumergí en su cadencia compacta de remanso, su minuciosa densidad de corrientes clandestinas, su apretada urdimbre de mera vida. 
Dicen que no pasa nada, pero pasa todo; sin vuelta, como el río del filósofo. Repta un tiempo espeso, de cantinas y bañistas, abigarrado bajo la mirada cautiva; que calla y contempla, testigo de la materia del olvido. Un oído que escucha el raudal de palabras escritas en el aire. Con qué ansia hablamos para sentir que vivimos y no estamos solos. Dicen que las conversaciones son triviales, anodinas, pero eso es porque palpitan con el latir del corazón, que es monótono y desesperado.
Los caudales se escurren arrastrando el día. Con el crepúsculo se asienta un poso de soledades. Lucita, ebria y sonámbula, se viste de río como Alfonsina de mar. Chapaleos convulsos sacuden las sombras. En vano acuden a salvarla. Confinan el cuerpo frío en una sala oscura. Qué solos se quedan los muertos.
Leo que el autor renegó de este final desgarrador. A mí me parece indispensable. No se puede levantar acta de la vida sin registrar los arduos protocolos de la muerte. El tiempo, a la larga, es siempre ausencia. Y los ríos, impasibles, siguen su camino.

SCHWOB, Marcel
                                                                                                                                                                                                     
Vidas imaginarias
Conjunto de semblanzas brevísimas, intensas y fulgentemente mentirosas; dice Borges: "los personajes son reales; los hechos pueden ser fabulosos y no pocas veces fantásticos". Libro exquisito, tanto que a veces, como si se tratara de una bandeja de repostería selecta, uno tiene necesidad de interrumpir el bocado para reponerse del sabor de una frase o de la impronta de una vuelta narrativa.
    Schwob descompone y vuelve a componer la historia como si se tratase de un juego secreto, un collage de fantasías presentado con tono verídico, y adentra así al lector en un universo donde lo real y lo posible se mezclan al servicio de la belleza. Así entendía el autor la literatura, como un ejercicio de creación pura, estrictamente personal. Quizá encarase con el mismo espíritu la vida, pues, admirador devoto de Stevenson, se embarcó enfermo con la única intención de visitar su tumba en la isla de Samoa, y regresó sin completar su sueño solo porque la isla y los lugareños le habían parecido tristes. Poco después abandonó la vida del mismo modo abrupto, devastado por una gripe que tal vez no le apeteció curar.
    La mayoría de sus relatos exhalan ese mismo aire entre vitalista, extravagante y trágico que parecía marcar su talante. Pocas miradas como la suya nos han sugerido una vida reducida a caprichosa tragicomedia fruto de unos dioses delirantes. En el prólogo, Schwob ya declara su rechazo a la biografía burocrática, y vindica la autenticidad irreemplazable del detalle a la hora de presentar la esencia de una persona. A continuación, el texto nos conduce por un desfile de personas convertidas en personajes por obra y gracia de la imaginación. Todos son tratados, como hace la vida, con una mezcla de veneración y descarnada ironía; casi todos acaban mal. Nos presenta a un Empédocles semidiós reclamado por las alturas, un Eróstrato obsesionado por la gloria incendiando el templo de Artemisa para pasar a la Historia, un Cecco Angiolieri imitador compulsivo de su envidiado Dante, un mayor Stede Bonnet al que le da por jugar a piratas y acaba con ellos en la horca… Imposible no disfrutar de la desbordada inventiva, el preciso lenguaje, el ágil relato de estas Vidas Imaginarias que nos dejan, al mismo tiempo, la incómoda sensación de que todos podríamos formar parte de una de ellas.

SHAKESPEARE, William
                                                                                                                                                                                                     
Mucho ruido y pocas nueces
No es la primera obra que leo del genio inglés, pero se ha dado el caso de que estos últimos meses la he rescatado, primero a través de sus dos versiones cinematográficas (puede que haya otras, yo me ciño a mi favorita, la de Kenneth Branagh en 1993), y luego haciéndome con el libro en su versión de Alianza Editorial.
    Sorprendentemente, me gustó más la película que el escrito. Seguramente porque soy un sentimental, y el filme es un despliegue de colores y música desde el primer minuto hasta el último; como dijo una vez Andrea, es un bellísimo canto a la alegría de vivir. El texto es más sombrío. No le falta la habitual maestría del escritor en la semblanza de personajes, los ingeniosos diálogos (que alcanzan su culminación en los encuentros entre Benedicto y Beatriz, verdaderos protagonistas de la historia) y las vivísimas situaciones. Sin embargo, en casi toda la obra, exceptuando los mencionados encuentros de la pareja protagonista, se respira un aire un tanto rígido y acartonado; incluso el enredo amoroso entre Claudio y Hero, aparente asunto central de la historia, tiene un algo artificioso que no acaba de dejar paso a la naturalidad. Tampoco acaban de conquistarnos esa pandilla de bufones que son el alguacil y sus ayudantes, y sus astracanadas nos parecen más tontas que graciosas. Tal vez influya la traducción o el paso de los siglos.
Los críticos dicen que un detalle especialmente logrado es la superposición de tramas paralelas y cómo estas llegan a confluir en el desenlace. No digo que no, pero insisto en que en la lectura solo nos conquista una trama, la de los ingeniosos y entrañables Benedicto y Beatriz; todos los demás palidecen por detrás de ellos, hasta parecernos un decorado. Y, dentro del propio hilo argumental de estos dos, tan gracioso y simpático, se percibe un salto demasiado brusco en la transformación de sus sentimientos, que en la película aparece mucho más cuidada en su progresión.
En definitiva, una obra para disfrutar, pero sin el alto grado de emoción al que nos tienen acostumbrados otras piezas del maestro. Tal vez a Shakespeare se le daba mejor la tragedia que la comedia.


STEINBECK, John
                                                                                                                                                                                                     
La luna se ha puesto
Un comando nazi invade un pueblecito del sur de Gran Bretaña al comienzo de la Segunda Guerra Mundial. Cogidos por sorpresa, sus pacíficos habitantes se ven violentamente introducidos en una dialéctica a la que no están acostumbrados: la de la guerra. Lo que al principio es una resignada sumisión al invasor se va tornando, a medida que el hecho adquiere sus verdaderas dimensiones, en una oposición cada vez más manifiesta, que, desde que se inician las ejecuciones, cristaliza en odio y conspiración. Sometidos a la callada pero virulenta aversión de los autóctonos, los invasores van viendo minadas su moral y su energía. La obra termina con la ejecución del alcalde, suceso que servirá de símbolo de la victoria no lejana sobre los invasores.
    Siempre despierta admiración la narración enérgica, sucinta, directa que caracteriza a Steinbeck. Es cierto que en sus historias suele apuntarse una carga moral humanista, la búsqueda de una especie de moraleja definitiva sobre la condición humana, que siempre encuentra una ocasión de grandeza; pero el autor suele evitar la reflexión o la opinión directa, y prefiere explicar cosas, aportarnos una semblanza de situaciones que nos hagan meditar como lectores. Sus fábulas sencillas, directas y palpitantes, constituyen verdaderas escuelas de narración.

STEVENSON, R. L.
                                                                                                                                                                                                     
El diablo de la botella
Esta historia (quizá como todas) empieza en realidad antes que el relato, y se prolonga más allá de su final. Una botella, forjada con vidrios del infierno, apresa a cierto diablo-genio que concede a su dueño todos los deseos. La botella circula por el mundo prodigando riquezas, aunque contiene la amenaza de una terrible maldición, por lo que pasa de mano en mano con la condición de que debe ser vendida siempre por un precio menor que en la transacción anterior. 
    Cuando llega a las manos de Keawe, en una isla de Hawái, le cuesta cincuenta dólares, toda su fortuna. El muchacho consigue de la botella todas las riquezas que apetece, y cuando se siente plenamente satisfecho se apresura a desprenderse de ella. Convertido en rico y señor, conoce entonces a la joven Jokua, de la que se enamora y con quien decide casarse. Pero, viendo turbada su felicidad por la aparición en su piel de los primeros síntomas de la lepra, busca la botella para salvarse de la incurable enfermedad. 
    Keawe se encuentra con que el último amo de la botella la compró por solo dos centavos, de modo que está condenado a ser el dueño definitivo, cuya alma irá al infierno a su muerte, ya que no hay moneda menor de un centavo. El secreto de su condenación mina la pareja, hasta que Kokua descubre la verdad. Inmediatamente, viajan a una isla francesa en la que existen monedas de valor inferior. Pero nadie desea adquirir la botella, temerosos de la leyenda negra que en seguida se teje en torno a la misteriosa pareja.
    Por fin, Kokua decide comprar la botella a su marido por intermedio de un anciano. Pero Keawe no tardará en conocer la verdad, y, a su vez, pide luego quedársela él en secreto. El final será feliz para la pareja: el pendenciero intermediario, conocedor de los fabulosos poderes de la botella, no accede a vendérsela a Keawe. Y este se marcha con su mujer, libres definitivamente de la maldición de la botella.
    Esta narración bellísima, exótica historia de amor y de deseo, incluye los mejores ingredientes románticos o, si se prefiere, "orientales": lejanía y exotismo de los ambientes, misterio y negrura de las situaciones, presencia de lo mágico, psicología humana atada a las pasiones, fondo moralizador... Pero, por encima de todo, Stevenson nos regala una vez más un relato de aventuras, hondamente simbólico, en el cual el hombre se debate entre la ambición y el temor religioso. Solo el amor, el más puro de los sentimientos, nos salva de la soledad en la que sucumbiríamos sin remedio, dándonos fuerzas para contrarrestar las dificultades en que el diablo, con múltiples artimañas, nos sume. Ese diablo, naturalmente, somos nosotros mismos, nuestras contradicciones entre la avaricia y la entrega. En definitiva, nos hallamos ante una bonita parábola de la lucha entre el bien y el mal en el interior del alma humana.

TOLKIEN, J. R. R. 
                                                                                                                                                                                                     
El hobbit
Tolkien está de moda, y sus obras, en buena parte a través del cine, han calado hondamente en el imaginario colectivo. El precio de la fama siempre es una cierta frivolización, una pérdida de los matices más profundos; eso hace aún más necesario retomar el relato original y recuperar los ecos de sus matices originales.
    Viaje iniciático en el que se suceden todo tipo de aventuras y desafíos a cuál más impactante, el relato describe también la transformación íntima del protagonista, que discurre paralela a la restauración del orden en su mundo amenazado por el caos. Este último un contenido épico que será magistralmente profundizado en su sucesora, El Señor de los Anillos.
    El autor sabe manejar hábilmente la introducción de figuras de viejas tradiciones y leyendas (trasgos, elfos, enanos, trolls) para construir un mundo imaginario fuertemente trabado, dotado de sus propias leyes y su ética, y a través del cual se abren paso unos aventureros en busca de un tesoro prohibido, pero sobre todo unos exiliados que luchan por recuperar el mundo que las fuerzas del mal les arrebataron. La aspiración de justicia, pues, envuelve esta misión, tutelada por la sabia y mágica figura de Gandalf. Pero nada más lejos de unos personajes planos y puramente simbólicos: una de las virtudes del libro es el carácter profundamente humano (aunque no sean humanos) que nos transmiten los dilemas a los que hacen frente sin cesar los protagonistas, debatiéndose entre la pereza, la ambición, la envidia, la cobardía...
    La ambientación en un mundo mítico pero perfectamente definido sirve de telón de fondo para la evolución de los protagonistas, que a través de la aventura aprenderán el valor de la amistad y la generosidad.
    El Hobbit es una deliciosa y apasionante historia que sabe cautivarnos de principio a fin, con ingeniosos recursos y vívidas sorpresas. Compleja de fondo pero sencilla de forma, como todos los grandes relatos.


TOLSTOI, Leon 
                                                                                                                                                                                                     
El diablo
Dejando aparte su posible (y discutible) carga moral en contra del "libertinaje sexual de juventud", esta novelita es extraordinaria como análisis psicológico de un fenómeno muy mío: la obsesión. Yo creo que eso es lo que la hace valiosa. Eugenio no se suicida (o mata, que, al fin, es otra manera de perderse, según lo enfoca Tolstoi) por lo censurable de su amor extraconyugal (es más, se diría que ni siquiera está enamorado de Stepanida), sino por el intolerable conflicto psicológico que despierta en él un deseo que quisiera refrenar y no puede. ¡Ni siquiera llega a tener relaciones con su presunta amante! Lo que le atribula es puro miedo: el verdadero diablo es solo la posibilidad aterradora de que suceda. Eugenio no lucha contra hechos ni contra personas, ni siquiera contra convenciones sociales: se enfrenta a sí mismo, a sus propios sentimientos, a sus fantasmas. Ya alguien le señala que el sentimiento en sí no tiene nada de reprochable, pero él no puede tolerarlo, lo abruma la culpabilidad por la idea, la posibilidad en sí. Y para eso no hay huida, porque, como agudamente muestra la genial penetración psicológica del autor, es un laberinto que tiene por única salida la muerte o la prisión… Y ese es el único diablo. 

La muerte de Iván Ilich
La historia empieza con el anuncio de una muerte: la del juez Iván Ilich. Lo comentan sus compañeros, sin apenas inmutarse. Su mujer se interesa por la pensión que se le concederá.
    El autor retrocede entonces en el tiempo para repasar la biografía del difunto. Comprobamos que ha tenido una vida más o menos convencional, o, como dice el autor, agradable y decorosa; en cualquier caso, dentro de lo que eran sus aspiraciones. Iván Ilich se casó -¿por qué no había de hacerlo?- y, cuando la convivencia con su mujer se empantana, la ignora y se refugia en el trabajo y las partidas de cartas que celebra regularmente con sus amigos. Una vida burocrática, propia de un funcionario.
    Pero esa rutina convencional se verá bruscamente abortada por la proximidad de la muerte. Ilich tendrá que afrontarla bajo la perspectiva de una lenta pero inexorable enfermedad. La minuciosa, implacable mano del autor nos hará asistir al enfrentamiento entre el ser humano y su desafío supremo.
    La larga agonía se verá consolada por aquellos de quienes menos se esperaría. Guerásim, el sirviente mújik, acompaña con verdadera ternura a Iván Ilich en sus últimos días. También el hijo pródigo de Ilich se aproxima con sincero dolor al lecho del moribundo. Ambos personajes tienen en común el que, por una u otra razón, escapan a las rígidas ataduras de la convención social. Y solo para ellos tendrá el protagonista, en sus momentos supremos, una mirada de amor, si bien comprenderá la miseria de los otros y la perdonará a la hora de morir.
    Es imposible ver la muerte del mismo modo después de leer este relato. Tolstoi nos desvela toda la amargura y toda la belleza -¡sí, belleza!- de la muerte, desnudando a los personajes, sus sentimientos egoístas, su refugio en la mediocridad, la profunda miseria en que han permitido sumir sus relaciones y sus vidas, que se ve interpelada repentinamente por la ineludible crudeza de la muerte. Enfrentado a esta, Iván Ilich descubre nuevos detalles en su mediocre vida: su matrimonio de conveniencia, vacío de amor; sus hijos, muertos o perdidos; sus supuestos amigos, que lo ignoran en los momentos críticos; su violenta reducción a mero estorbo, causada por la enfermedad. Tan solo el buen criado Guerásim se mantendrá a su lado con sincera entrega, por lástima o por convicción, puesto que "todos hemos de morir alguna vez".
    Iván Ilich se debatirá rabiosamente ante la perspectiva de la muerte, ese tránsito supremo que hemos de hacer solos. Es, como lo seremos todos, patético y a la vez heroico. La lucha no es en vano: cuando el fin llega, lo encuentra sereno, preparado. "¡Qué bien, y qué sencillo! ¿Y el dolor? A ver, dolor, ¿dónde estás? ¿Y la muerte? ¿Dónde está la muerte?" El autor nos puntualiza: "No sentía miedo alguno porque no había muerte. En vez de la muerte era la luz". Iván Ilich piensa, cuando todo va a acabar: "Se acabó la muerte. La muerte no existe".
    "Hizo una inspiración, se detuvo a la mitad, se estiró y quedó muerto".

UNAMUNO, Miguel
                                                                                                                                                                                                     
Niebla
Augusto Pérez adquiere una nueva conciencia de su vida cuando, a través de la niebla de la existencia, distingue las dos brasas de los ojos de Eugenia, una bella joven de la que se enamora. Hasta que viene a rescatarlo la fiebre del amor, Augusto es poco más que el legado de su madre, santa, pulcra y clarividente, que ha muerto poco antes con la única preocupación de qué sería de su hijo.
    Pero Augusto, señorito provinciano, se encuentra con que Eugenia está enamorada de otro, un caradura simpático que le lleva a él la ventaja de conocer los secretos de cómo llevarse el gato al agua. Mal que bien, consigue que la muchacha se avenga a una relación formal, pero no tardará en escapar, en pos de su propia niebla, a la zaga de su antiguo novio. 
    Desolado y avergonzado, planeando acabar con su vida, Augusto comprenderá que no es ni siquiera dueño de sí mismo, ya que es solo un personaje en una novela (o nivola: novela esperpéntica), y pertenece, por tanto, al autor que lo sueña.
    Unamuno, en tanto que intelectual, bucea en esta historia febril y honesta en busca de la esencia del humano existir. La vida, los hechos que la constituyen, no es más que una niebla por la que no cabe sino discurrir con un mínimo de sinceridad con uno mismo. Unamuno sabe que nadie es sincero si no es desdichado, por lo que esta historia de amor, a ratos folletinesca, no podía sino sucumbir a la fuerza del sino, la fatalidad de la impotencia. El autor tiene pesadillas, sueños de la razón que producen en monstruo, ese otro yo que es Augusto Pérez, privado en la cima de la desdicha del único consuelo que le queda: disponer de su propia vida. Pero Unamuno no sabe si él, él mismo, ese dios que se yergue en creador y destructor de una historia, no es a su vez un sueño de la razón de cualquier otro dios dormido. Y en estas disquisiciones existenciales, la novela se eleva a tales alturas que acaba por escapársele de las manos.


VIAN, Boris
                                                                                                                                                                                                     
El otoño en Pekín
El hecho de que Amadís Dudú, sombrío oficinista, pierda fortuitamente el autobús que ha de llevarle al trabajo, desencadena una serie de acontecimientos inverosímiles que progresivamente irán implicando a numerosos personajes. En el enigmático desierto de Exopotamia, Dudú concebirá el disparatado proyecto de tender una línea férrea. Allí conocerá a Claude Léon, dispuesto a lavar sus culpas satisfaciendo el inacabable apetito sexual de una mujer; Ángel, Ana y Rochelle, unidos por curiosas relaciones eróticas; el profesor Mascamangas, anciano cínico aficionado a las maquetas de aviones y al que acompaña un exasperante interno que tuvo cierto conflicto pasional con una silla... Estos y otros personajes confluirán en el desierto alrededor de Amadís y su inútil obra de ingeniería, que acabará siendo engullida por las agrestes arenas.
    Vian nos tiene acostumbrados a estos despliegues de imaginación insobornables, sin simbolismos ni moralejas, en un caos que no ofrece al lector el mínimo agarradero. Un paseo entre el absurdo, el surrealismo y el expresionismo, rozando como sin querer las claves de la vida y la relación humana y la enmarañada madeja que en ella forman el amor y la muerte. Los personajes, bien caracterizados, se visten con un sentido que los deja desnudos, como el traje del emperador. Los diálogos son de una poesía contundente y conmovedora.
    En este rompecabezas cubista-surrealista, ora caricatura ora esperpento, no faltan tampoco episodios tan profundos y entrañables como la historia amorosa de Ángel, la pérdida de Mascamangas o la figura imponente de los dos obreros que tienden ellos solos toda la línea de ferrocarril. Saque al final cada cual sus conclusiones, o húndase con los demás en las arenas del desierto.

Escupiré sobre vuestra tumba
Lee Anderson llega a una ciudad del Medio Oeste norteamericano en la que le han proporcionado trabajo de vendedor en una librería. Desde el principio se introduce en los libertinos ambientes juveniles, en cuyas fiestas va cobrando protagonismo, debido a su musculosa planta y a su poderosa personalidad. Sin embargo, lo que aparenta ser un afán de diversión forma parte, en realidad, de un minucioso plan para llegar hasta dos señoritas de buena familia. La venganza está ya preparada, y la muerte final de los tres protagonistas era, en definitiva, una muerte anunciada, desde que el lector descubre que Lee Anderson, a pesar de sus rubios cabellos, lleva sangre negra, y que su hermano menor fue asesinado por tener relaciones con la hija de un rico terrateniente del sur.
    Estamos ante una de las primeras obras de Vian, en la que todavía no se apuntan los rasgos surrealistas y absurdos de sus obras de madurez, pero que contiene ya los principios ideológicos que los caracterizan: irreverencia ante prejuicios y valores morales tradicionales, hondura psicológica que roza la poesía, preocupación por los agujeros negros que hacen a nuestra sociedad fétidamente corrupta... Los personajes de Vian, y Anderson es en esto prototipo, son niños malos, rebeldes con causa, resentidos con un mundo que les es hostil, y contra el cual reaccionan con una mezcla de rabia y amargura. 
    Como si de una tragedia griega se tratara, después del asesinato de su hermano menor y del linchamiento de Tom, el mediano, Lee Anderson se verá fatalmente condenado a urdir una venganza que acabará con él mismo; cumplirá su destino sin rechistar. Pero, si bien en ningún momento duda de que va a asesinar a las dos muchachas, también es cierto que las ama; ama en ellas todo lo que es bello, una belleza que él va a tener que arrancar. Cumplirá su destino con melancolía. Claro que esto no disculpa la perversidad de sus actos, pero a Vian no le preocupa. Él pasa por encima de valoraciones morales para reflejarnos, con su habitual crudeza poética, los laberintos oscuros y contradictorios a los que conducen las pasiones humanas.

La hierba roja
Una extraña máquina, con poderes sobre el tiempo y el pensamiento, reposa en el jardín del ingeniero Wolf. Este se aferra a ella como a una última esperanza en medio del fracaso de su vida: le servirá para llegar al límite mismo de la muerte, donde le esperarán algunos personajes de su infancia dispuestos a repasar junto a él los primeros estragos de su educación.
    Wolf realiza con su máquina varios viajes purgadores, que tienen la virtud de borrar de su recuerdo todo lo revivido durante el viaje. Sin embargo, las vueltas a la realidad resultan siempre dolorosas, y la máquina no le redime del desamor de su matrimonio ni del inmenso hastío que le aplasta. El ingeniero está herido, tocado definitivamente por una profunda desidia, por lo que optará por alcanzar la única libertad posible: la de la muerte.
    "Y cuando no se puede esperar, cuando uno se molesta a sí mismo, ya tiene el motivo y la excusa, y si se deshace entonces de lo que le molesta... de sí mismo... alcanza la perfección. Un círculo que se cierra... Siempre he podido resistir a mis deseos... Pero muero por haberlos agotado".
    La constante sorpresa del ingenio de Vian parece a medio camino entre el absurdo de Beckett y el surrealismo de Breton. No obstante, no nos engañemos: bajo los juegos de ideas o de palabras, nunca exentos de humor, hay siempre una intención, a menudo una corrosiva sátira del mundo en que vivimos. Un mundo que a todos, como al atormentado protagonista de esta novela, nos hiere y nos aburre, porque está construido en forma de trampa. Wolf intenta huir de esa trampa mediante una máquina imposible que lo reconcilie con el tiempo perdido. 
    Pero la máquina no le servirá más que para hurgar en la crueldad de los recuerdos, para tomar conciencia, finalmente, de que no hay camino de vuelta ni más huida que la muerte, que no es más que el fin de la historia. Ante ese espectáculo, el autor nos invita a reírnos y a llorar con él. Después de la desaparición del protagonista y de su ayudante, volatilizado por un rayo, Folavril ("Loco abril") y Lil, sus respectivas mujeres, harán las maletas y se marcharán en busca de su vida. Y es que, si hay dos cosas absolutas en este mundo, son la ausencia de los que mueren y la permanencia de los que viven.

Con las mujeres no hay manera
 El protagonista, perteneciente a una familia muy bien acomodada, amante de la extravagancia y la aventura, se dedica a desentrañar, en colaboración con su hermano, las actividades criminales de una banda de lesbianas dedicadas al comercio de droga. La acción es trepidante, y los hechos dan en su conjunto una sensación de delirio que roza lo risible.
    Siempre rompedor, Vian acomete este relato con gran maestría narrativa, para ir perdiéndolo paulatinamente en una sucesión de hechos no siempre coherentes o al menos interesantes. Más bufa que negra, esta novela no aporta la calidad a la que nos tiene acostumbrados su autor. Pierde el hilo a menudo en acontecimientos fáciles y poco creíbles, dando a menudo la sensación de desgana o de que al autor se le escapa de las manos.


WALTARI, Mika
                                                                                                                                                                                                     
Sinuhé el egipcio
Excelente novelón histórico ampuloso y detallado, que nos desgrana profusamente la vida de un personaje sensible y reflexivo magistralmente ambientado en el Egipto faraónico de la revolución amarniana. El protagonista se debate a lo largo de las 500 páginas de la novela en una vida difícil y agreste, repleta de situaciones de profunda amargura, empezando por la oscuridad que rodea su propio nacimiento.
    El tono de la novela tiende a lo épico, todo lo que sucede está realzado por colores vivos y sentimientos pasionales. Nada pasa desapercibido, todo se entrelaza en el tapiz del destino y, por tanto, procede directamente de la voluntad de los dioses. Sinuhé, probable hijo del faraón, se ve abocado a una existencia en la que su carácter parece atraer las tragedias al tiempo que lo protege una milagrosa suerte. Sinuhé sale indemne de laberintos, batallas y enemigos, pero la ausencia de daño físico no impide que cada paso constituya un profundo desgarrón en su alma.
    Sinuhé el egipcio puede considerarse, en este sentido, una novela existencial. La conclusión es ambigua: el final apunta una esperanza de perpetuación a través del futuro de la humanidad, pero lo que se desprende del transcurso de la novela es decepción, desesperación, tristeza, una visión del mundo y de la naturaleza humana ciertamente amarga.
    La maestría del autor obtiene dos logros fundamentales: la viveza y el profundo realismo de los personajes, que cobran vida propia y parecen salirse de las páginas, y cuyas pasiones alcanzan de lleno al lector; y el constante interés de la línea argumental, siempre sorprendente, de una gran energía.
    Cabe destacar también el esfuerzo por ofrecernos un vivo cuadro de fondo de la sociedad y la vida egipcias, presentándonos las costumbres hasta detalles inesperados. En este sentido, la amplia documentación de que hace alarde provoca que el telón de fondo sobre el que se mueven los personajes esté a la altura de la intensidad de estos.
    Una novela interesante, cuidada, bien traducida, de mucha dignidad. Escuela de historia, de psicología y de filosofía, su lectura es un disfrute inolvidable.

WILDE, Oscar
                                                                                                                                                                                                     
El retrato de Dorian Gray
Basilio Hallvard, uno de los mejores pintores ingleses de la época, ultima una obra memorable: el retrato de un joven aristócrata, bello de cuerpo y de alma, llamado Dorian Gray. Le acompaña en esta ocasión Lord Henry, hombre mundano y cínico, que no pierde ocasión de arañar la adolescente inocencia de Gray, haciéndole notar que aquella belleza juvenil que tan maravillosamente ha plasmado el pintor se perderá en la marchitez de la senectud. La sentencia sumirá en tal inquietud al joven, que se proclamará dispuesto a entregar su alma con tal de que sea el cuadro quien acuse el paso del tiempo, en lugar de él. Horrorizado, comprobará que su deseo se convierte en realidad, pasando la pintura a ser, desde ese momento, una terrible e implacable conciencia, contra la cual no cabrá sino huir hacia delante... Dorian Gray no encontrará la paz hasta la destrucción del pintor y del cuadro, esto es, de sí mismo.
    Obra breve pero intensa, de exquisita textura narrativa basada en el diálogo en forma de escenas, El retrato de Dorian Gray nos recuerda que su autor fue preferentemente un escritor dramático.
    El libro se abre con una referencia de Montaigne: "La mayor parte de los placeres nos lisonjean y alaban, para ahogarnos luego". Esta es la tesis de la obra, por lo demás marcadamente posromántica, tenebrista y, en cierto modo, moralista: es la propia belleza de Gray la que le hace desdichado, pues lo convierte en centro del deseo, de la pasión y, a la larga, de la corrupción. Ya lo presiente el pintor al comienzo de la novela: "Sufriremos todos, por lo que los dioses nos han dado; sufriremos todos terriblemente". Él tendrá que pagar por construirle a su admirado modelo un espejo viviente, no del cuerpo, sino del alma; y, así, Gray lo matará veinte años más tarde, destrozado ya por el peso de su destino, en el supremo momento de mostrarle lo que ha sido de su pintura, y, más allá de ella, lo que ha sido de su protegido, su delicado muchacho amado, preso de la maldición a la que él contribuyó.
    Quizá el personaje más notable sea Lord Henry, el verdadero maestro de Dorian, a quien él, durante toda su vida, admira y ama. Sumido en su propia línea de fracaso, el aristócrata se mueve siempre por un afán de verdad mezclado con su propia vanidad, lo que le empuja a la perdición del muchacho que él reconoce como selecto, perderlo revelándole la crueldad de la vida, al principio de la novela, y la imposibilidad de cambiar el destino, al final. Lord Henry es a un tiempo profeta y diablo.
    Más allá de su moraleja, más bien obvia, la novela ofrece una reflexión sobre el destino humano, las consecuencias de los actos y la irremisible responsabilidad que conllevan.

YOURCENAR, Marguerite
                                                                                                                                                                                                     
Cuentos orientales
Ágil compilación de cuentos breves, intensas pinceladas en las que se complementa la descripción poética de ambientes con la reflexión a partir de la simbología de los personajes. Yourcenar, creadora y recreadora de mitologías, no solo sabe pintárnoslas con una hondura y una vivacidad inigualables, sino que sabe utilizarlas como arquetipos de antiguas, eternas cuestiones del alma. A través de los cuentos, los seres humanos afrontamos los más recónditos recovecos de la existencia; allí no siempre encontramos una respuesta, pero, como mínimo, asistimos a la vibrante materia de la realidad. La alquimia literaria de Yourcenar consiste en utilizar el lenguaje para hacer resonar tantas cosas como duermen en el alma.
Particularmente destacables: "Cómo se salvó Wang-Fo" (versión de la típica leyenda china del pintor que se interna en su propia obra), "La sonrisa de Marko" (tributo a la gracia que nos redime de los peores tormentos), "Nuestra señora de las golondrinas" (conmovedora semblanza de la barbarie cristiana que aplasta la inocencia de la Antigüedad), "La muerte de Marko Kralievitch" (poética estampa de la sencillez de la muerte).

Alexis, o el tratado del inútil combate
Esta obra me marcó profundamente, por su belleza y las meditaciones que se entrelazan constantemente a la narración.
    ¿Descarnado lamento de lágrimas prohibidas? ¿Necesaria penitencia de alguien que guarda secretos terribles? ¿Pago de grandes culpas? ¿Confesión de la desesperanza? Difícilmente podemos encuadrar las motivaciones y los fines de la existencia de esta historia tan breve como hechicera. En ella se dice casi todo lo que hay que saber sobre la vida. Acaso el argumento, la confesión escrita de un marido a su mujer, sea la mejor excusa que la autora encontró para dar forma coherente a tantas ideas y reflexiones en torno a la existencia.
    Por Alexis no podemos evitar sentir una blanda simpatía, al tiempo que una vívida pena. Alexis es un hombre descarnadamente solo, obligado a recluirse con sus pensamientos y sus afectos, condenado a desgranar racionalmente la complejidad de una naturaleza que padece más que goza. Alexis hace un repaso de su pasado a los ojos silenciosos de su mujer ausente: necesita confesar, y cuando termina nos queda la esperanza de que tanto esfuerzo haya servido, al menos, para empezar de nuevo.
    Yourcenar nos muestra, con gran hondura psicológica y filosófica, el monólogo amargo que acompaña a un hombre exiliado por su entorno. El tono es sereno, pero esa serenidad no hace más que remarcar una aguda y sutil desesperación, como un ahogo, porque debajo de la calma más absoluta se esconde siempre la desesperanza.
    Más que una mera reflexión sobre el sufrimiento de quien se siente distinto sexualmente, opino que se trata del retrato del tormento de quien está condenado a la opresión de cualquier soledad.

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