Las alianzas humanas, por sólidas que parezcan, son siempre provisionales y volátiles. Por eso hay que insistir en renovarlas, mediante gestos, favores, deferencias y regalos. Hace falta un esfuerzo permanente de reconstrucción, de adaptación a las circunstancias cambiantes, de reafirmación de votos y buenas voluntades.
A veces los mejores intentos fracasan, y la alianza se deteriora sin remedio: un vuelco repentino de actitudes, una presión de las circunstancias, un afloramiento de intereses divergentes; la pérdida de la confianza o el languidecimiento de la simpatía, o simplemente el desgaste y el tedio, son factores que poseen un poder contra el que poco puede la voluntad. En otras ocasiones, misteriosamente, la complicidad se mantiene como por sí misma, contra el viento del tiempo y la marea de las distancias; los viejos amigos se encuentran de nuevo y los afectos se reconocen casi intactos, como si los años y las leguas no hubiesen erosionado el vínculo.
«No dejes que crezca la hierba en el camino del amigo», aconseja el viejo refrán. Hay que ser esmerado con la amistad y con la pareja, alerta frente a fuerzas centrífugas, agravios convulsos o el temible hastío. A veces los cuidados curan, otras no. También hay que saber despedirse: «Hay un tiempo de amar, y un tiempo de aborrecer», sentencia implacable el Eclesiastés.
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