La almenara es torre que vigila. Allá en su altura, se yergue
a despecho de la gravedad, de los vientos, de la vertiginosa vecindad del
cielo. Aun robándole sillares el tiempo, resiste. Dentro, un vigía silencioso,
solo con sus pensamientos, otea los horizontes y espera.
La almenara es torre que proclama. Pregona a
los cuatro puntos cardinales una tierra y quien la habita, que no se ha dado
por vencido, que sigue presto a luchar. Cuando los peregrinos distinguen su
silueta recortada sobre el horizonte vespertino, la señalan y callan. Y sienten
que su larga sombra los ampara como un viejo, ancestral centinela.
La almenara es torre que aguarda. Por sus
troneras siempre hay ojos que se asoman y contemplan, y confían en descifrar
las lejanías. Son ojos que creen en lo que hacen, son presencia obstinada tras
la piedra.
La almenara es torre que
avisa. Guarda durante años, pacientemente, su haz de ramas secas y calladas.
Pero un día alguien se acerca: tal vez una redención, tal vez una amenaza.
Entonces el vigía prende la madera, que arde briosa dando la voz: «Ya vienen».
Y otra hoguera, allá lejos, ve e incendia el horizonte para que la nueva, de
atalaya en atalaya, alcance su destino.
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