Veinte líneas no dan para grandes singladuras. Doscientas
palabras no permiten sutiles disertaciones. En tan poco espacio no caben los
matices, el paciente pincelar de las palabras en busca de sentidos inéditos.
En veinte líneas apenas se pueden anunciar
algunas intuiciones, presentar unos pocos apuntes para que otras ocasiones, tal
vez otras personas, los extiendan si lo merecen. Si se juega con las palabras,
la escaramuza debe ser ágil. Si se tiene que salvar una idea, hay que hacerle
sitio, tal vez a costa de otra.
Esa premura, ese remitirse al meollo, son un
desafío que tiene su peligro y su recompensa. Uno puede pretender ponerle
demasiada profundidad a tan escasa envergadura; pero, por no caer en eso,
también podría simplificar lo complejo hasta la vaguedad. Es fácil no atinar al
elegir. Pero si la palabra resulta triunfante, si nada se ha quedado fuera y lo
que está no sobra, el resultado puede ganar el ardor del fuego, la agilidad del
agua, la ligereza del aire, la firmeza de la tierra.
Si se sabe aprovechar, la
brevedad puede impregnarse de la fuerza de los elementos, y la verdad entreverse
como un fogonazo de la inteligencia. Igual que en la poesía. Vale la pena
intentarlo.
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