Nuestra naturaleza social nos hace dependientes. En ello
reside nuestra grandeza, puesto que es el germen de la empatía, de la
reciprocidad y del pacto. En definitiva de la ética, ya que el proyecto
humano nunca es solitario. Grandeza, pues, y también vulnerabilidad: grandeza
de ser vulnerables.
Todos necesitamos que nos quieran. Todos buscamos,
de un modo u otro, resultar visibles y significativos. Hay que ocupar un lugar
en la tribu. Hay que ser visto y reconocido. Para ello, irremisiblemente, precisamos
de los otros. Y aquí es donde la vida humana se hace complicada y apasionante.
¿Cómo afrontamos esa condición? La respuesta
a esa pregunta define en buena parte nuestra personalidad, y escribe el guion
de nuestra vida. Ningún extremo es conveniente: ni el despotismo, que nos
ganará enemigos, ni la sumisión, que nos someterá a déspotas; ni la falsedad,
que despertará suspicacia, ni la franqueza en bruto, que nos expondría o nos haría
chocar.
Necesitamos que nos
quieran, pero jamás nos querrá todo el mundo. Hay un amor conquistado ―el de la
afabilidad y la cortesía― y un amor que es un don. Lograr este último apenas
depende de nuestro mérito; que se nos retire, no siempre es nuestra culpa.
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