viernes, 17 de marzo de 2017

La disonancia o más de lo mismo

Festinger postuló una de las leyes psicológicas más implacables: la disonancia.
Cuando damos algo por bueno, nos las arreglamos para que todo parezca a su favor; y al revés. Ordenamos el mundo según nuestras ideas, y estas según lo que nos conviene. Somos creadores desesperados de razones que nos den la razón.

Cuando me molesta algo en alguien ―con fundamento o sin él, tema espinoso―, prefiero concluir que el problema es del otro y no mío, que el malo es el otro y no yo. Me esforzaré entonces por apuntalar esa imagen, esa gestalt de «malo», con todos los detalles posibles. Es un esfuerzo por construir globalidades coherentes: si el otro es malo a veces y bueno otras, no podré justificar mi rencor, por ejemplo, y el malo seré yo. O el equivocado. Eso me haría tambalearme: mi mundo resultaría, quizá, demasiado complejo, demasiado inseguro…

Tendemos a replicarnos a nosotros mismos, y a encajar a los demás en nuestros prejuicios. El niño rebelde se vuelve más rebelde, en buena parte porque es lo que los otros esperan de él. No solo se espera que sea «malo»: se le presiona para que lo siga siendo, confirmando esa expectativa. Muchos «malos» son chivos expiatorios, en torno a los cuales se trenzan los grupos: es sabido que nada une más que un enemigo común.

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