Festinger postuló una de las leyes psicológicas más implacables:
la disonancia. Cuando damos algo por bueno, nos las arreglamos para que todo
parezca a su favor; y al revés. Ordenamos el mundo según nuestras ideas, y estas
según lo que nos conviene. Somos creadores desesperados de razones que nos den
la razón.
Cuando me molesta algo en alguien ―con fundamento
o sin él, tema espinoso―, prefiero concluir que el problema es del otro y no
mío, que el malo es el otro y no yo. Me esforzaré entonces por apuntalar esa imagen,
esa gestalt de «malo», con todos los
detalles posibles. Es un esfuerzo por construir globalidades coherentes: si el
otro es malo a veces y bueno otras, no podré justificar mi rencor, por ejemplo,
y el malo seré yo. O el equivocado. Eso me haría tambalearme: mi mundo resultaría,
quizá, demasiado complejo, demasiado inseguro…
Tendemos a replicarnos a
nosotros mismos, y a encajar a los demás en nuestros prejuicios. El niño
rebelde se vuelve más rebelde, en buena parte porque es lo que los otros
esperan de él. No solo se espera que sea «malo»: se le presiona para que lo
siga siendo, confirmando esa expectativa. Muchos «malos» son chivos expiatorios,
en torno a los cuales se trenzan los grupos: es sabido que nada une más que un
enemigo común.
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