Me da la impresión de que, para ser feliz, es mejor no empeñarse
demasiado en serlo. Tendemos a sobrevalorarlo todo, lo bueno y lo malo, y creo
que la felicidad no es una excepción.
A lo mejor la felicidad está sucediendo
ahora, mientras disfrutamos de una salud razonable, no nos falta nada básico y
nuestros seres queridos están bien. A menudo sucede que nos damos cuenta de que
éramos felices cuando perdemos lo que teníamos y no sabíamos valorar. Suele
ser así: estamos programados para darle más relevancia a lo que nos falta que a
lo que poseemos, y, complementariamente, nos acostumbramos aprisa a lo
satisfactorio.
Ser feliz es una actitud
mental. Epicuro ya nos lo señalaba: basta con disfrutar de lo que se tiene y no
darle demasiada importancia a lo que no se tiene. Cultivar la alegría, diría
tal vez Spinoza, y mantenerse entero ante la tristeza. Los psicólogos están
cada día más convencidos de que la felicidad no es un estado, sino un proceso;
lo que nos hace más felices no es alcanzar, sino estar en camino. Tener
cubiertas las necesidades básicas ―nadie se preocupa de la felicidad si está pasando
hambre o huyendo de la guerra―, amar y sentirse amado, y contar con un proyecto al que
merezca la pena entregarnos: que quede siempre algo por hacer.
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