El rencor tiene su sentido, y no comparto la condena que
suelen reservarle los moralistas. A veces el resentimiento es un modo de no
olvidar que algo nos fue vulnerado ―tal vez la dignidad, o la alegría―, y que debe ser
restituido, al menos simbólicamente.
Sin embargo, a veces no es posible lograr esa
satisfacción: porque no está en nuestras manos, porque para lograrla habría que
pagar con nuevas indignidades y tristezas. A veces, sea o no posible, el rencor
es demasiado grande y solo sirve para revivir el daño una y otra vez. Entonces,
quizás haya que plantearse perdonar.
El perdón es siempre bueno,
porque nos libera y nos permite descansar. El perdón concluye historias que nos
persiguen y no nos dejan vivir. El perdón es una reconciliación con la humilde
condición humana, de la que solemos esperar demasiado, tal vez arbitrariamente,
cegados por nuestra apetencia. En eso consiste la compasión, en rendirse en
otro (y en nosotros) a la inevitable imperfección. El perdón cierra la puerta
abierta del rencor, o más bien abre la puerta cerrada del amor y la comprensión,
y sustituye un vínculo destructivo (pero intenso y vivo) por otro constructivo
(o meramente atenuado). El perdón es creativo porque deja atrás el pasado y restituye
lo imprevisible en el futuro.
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