Hecha la crítica social del pensamiento positivo, hay que
admitir que la vida es más llevadera cuando la encaramos desde el entusiasmo y
el optimismo. Todos preferimos estar de buen humor, y precisamente el humor es
uno de los recursos que aligeran la vida.
Todos necesitamos un espaldarazo de vez en
cuando, y algunos tenemos una inclinación algo morbosa a la tristeza. Hay que
aprender a capear los pensamientos sombríos. Pero no siempre ni a toda costa.
Existen abatimientos legítimos, vivencias en las que el pesar es sencillamente
lo que hay que vivir. Los duelos tienen su momento y su tiempo, e imprimen a la
existencia una profundidad y una textura que también enseñan, que incluso nos
hacen mejores. Preferiríamos saltárnoslos, pero los necesitamos como fondo para
el contento.
De hecho, asombra que,
dadas las circunstancias de nuestra vida, la mayoría de la gente se las apañe
para ir tirando y ser moderadamente feliz. Incluso las personas con tendencias
depresivas suelen encontrar maneras de seguir adelante. Eso hace pensar que
existe una especie de sabiduría práctica y un fuerte instinto no solo de supervivencia,
sino de júbilo; de forma natural, estamos de parte de la vida. Hay que aprender
de esa sabiduría espontánea cuando la revela el prójimo.
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