Lo más aterrador de los antiguos dioses era su desmesura:
su inmortalidad, su poder, su vista escudriñando hasta el último rincón, su
fuerza para barrer a los hombres de un manotazo. Epicuro tranquiliza a sus coetáneos
con un sagaz argumento: si la medida de los dioses está más allá de nosotros,
sin duda viven en su propia esfera, ajenos a nuestra insignificancia.
La desmesura nos angustia
porque nos recuerda nuestra pequeñez. Lo gigante nos aplasta hasta dejarnos sin
aliento. El hombre moderno se pierde en sus propias desmesuras. La ciencia nos
ha descubierto vastedades del tiempo y del espacio que no puede abarcar nuestra
imaginación. La tecnología ha ensanchado el pequeño entorno del individuo hasta
darse de bruces con lo innumerable. Nos
disolvemos en el océano de datos y relaciones (a la vez incontables y efímeros)
que nos ofrece internet, ese menú de gente e información, que acaba
provocándonos empacho. Las grandes ciudades, incluso los medios de transporte,
nos sumergen en contextos que exceden la medida humana, donde el individuo se
siente abrumado, perdido, anulado. Frente a estas desmesuras, podemos refugiarnos
en entornos a nuestra medida: la palabra amiga, el abrazo afectuoso, la presencia
íntima, el silencio…
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