La tolerancia es quizá la virtud más acabada: conlleva
generosidad, valentía y también humildad; es una difícil disciplina de la
imperfección.
La tolerancia no solo implica permanecer abierto a la diferencia
ajena, sino, sobre todo, estar dispuesto a cuestionar lo propio, a admitir lo
que pueda tener de arbitrario y relativo. Para ello hace falta un respeto
exquisito por el prójimo, haber superado el egocentrismo narcisista y
entenderse como un igual entre iguales. Por eso, la tolerancia se parece al
amor, ya que es capaz de ver al otro y reconocerlo como valioso, tan valioso como
uno mismo.
La tolerancia es difícil
porque hace el mundo más complejo. Extiende el territorio de lo extraño, que
siempre nos atemoriza, y admite su dignidad. En nuestras fantasías tal vez preferiríamos
anular todo lo ajeno. Así nada nuestro estaría en peligro: las tradiciones, el
idioma, la nación, las costumbres... En nuestras fantasías se oculta una
secreta aspiración a mantenernos puros frente a lo anómalo, lo cual conlleva
necesariamente imponerle lo nuestro para que deje de ser extraño, para que podamos
absorberle y anular su amenaza. El intolerante, en el fondo, es un cobarde que
tiembla ante todo lo diferente; no ha asumido la existencia de otros, insiste como
Narciso en reducir el mundo a él.
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