Los niños se repiten como un modo de ser
cada vez más ellos mismos, una manera de experimentar algo que les llama la
atención, para luego incorporarlo como forma de ser o descartarlo mediante el
olvido. Piden una y otra vez el mismo cuento porque saben que en él hay un
mensaje aún no del todo descifrado. O simplemente por el gusto de saborear
algún detalle placentero ―les fascina lo siniestro―. Los viejos se repiten
sobre todo evocando la infancia, que es lo último que les queda, o antiguos refranes
que se perderán con ellos, o estampas que de-searían traspasar como un legado.
A menudo me contradigo. No me
enorgullece, pero tampoco me inquieta. Hay que contradecirse para explorar los
matices de una idea. Y, de todos modos, las ideas no son lo importante: lo que
cuenta es adónde nos llevan. Me encanta llevar la contraria a los demás, así me
siento libre. Pero, por igual motivo, no me complace menos llevarme la
contraria a mí mismo, que soy el déspota que me queda más cerca. La
contradicción nos cura de los fanatismos, nos recuerda que el mundo es más
complejo y caótico de lo que desearíamos reconocer. Admiro la coherencia, pero prefiero
la lucidez.

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