viernes, 15 de septiembre de 2017

Repetirse, contradecirse

A menudo me repito. No me importa.
Quien se repite es que tiene algo por acabar de aprender. 

    Los niños se repiten como un modo de ser cada vez más ellos mismos, una manera de experimentar algo que les llama la atención, para luego incorporarlo como forma de ser o descartarlo mediante el olvido. Piden una y otra vez el mismo cuento porque saben que en él hay un mensaje aún no del todo descifrado. O simplemente por el gusto de saborear algún detalle placentero ―les fascina lo siniestro―. Los viejos se repiten sobre todo evocando la infancia, que es lo último que les queda, o antiguos refranes que se perderán con ellos, o estampas que de-searían traspasar como un legado.

A menudo me contradigo. No me enorgullece, pero tampoco me inquieta. Hay que contradecirse para explorar los matices de una idea. Y, de todos modos, las ideas no son lo importante: lo que cuenta es adónde nos llevan. Me encanta llevar la contraria a los demás, así me siento libre. Pero, por igual motivo, no me complace menos llevarme la contraria a mí mismo, que soy el déspota que me queda más cerca. La contradicción nos cura de los fanatismos, nos recuerda que el mundo es más complejo y caótico de lo que desearíamos reconocer. Admiro la coherencia, pero prefiero la lucidez.

No hay comentarios:

Publicar un comentario