viernes, 6 de octubre de 2017

Arrastrar: arrasar

Cuando el mito nos arrastra, la lucidez se tambalea.
El mito, tomado demasiado a pecho, llevado hasta sus últimas consecuencias, destruye todo lo mejor de la ética humana: la diversidad, la libertad, la sinceridad; el humor, la sencillez, la fraternidad.

La mera razón nos aburre, y sofoca esas ilusiones sin las que la vida pierde los colores. Necesitamos sentirnos parte de una aventura; precisamos sorpresa, pasión, entusiasmo. Ansiamos, pues, historias heroicas y batallas arrebatadas. Pero hay quien, arrollado por esos éxtasis, dimite de la realidad.

Hasta ahí es como Don Quijote: probablemente su manía no le beneficie, pero podemos amarlo, podemos conmovernos ante la dulzura de su ilusión, que no hace daño más que a él, y tal vez haga bien a muchos. Pero Don Quijote no hacía proselitismo, no pretendía cautivar a nadie, ni aun menos someter a los demás a su delirio. Si hubiese arrastrado masas, si hubiera aspirado a profeta o a caudillo, se habría convertido en un peligro: un verdugo, un asesino.

Los mitos, al atraparnos, nos transforman en verdugos. Si no son denunciados por la razón, si se les antepone a las personas, producen déspotas totalitarios, exterminadores de quienes los contradicen o les molestan. Roban el criterio y la voluntad. Arrastran: arrasan.

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