En la antesala del Infierno, sin poder escapar ni entrar
en él, sitúa Dante a los ignavi, los
que no tomaron partido. Incapaces de comprometerse con el bien o el mal, su
castigo es verse privados de una muerte que anhelarían, ya que no pueden
disfrutar de la vida, y correr tras un estandarte sin enseña, huyendo de un
enjambre de avispas.
El poeta los desprecia profundamente: «Ya no tiene memoria
el mundo de ellos, compasión y justicia les desdeña; de ellos no hablemos, sino
mira y pasa.»
Vivir es comprometerse, si aspiramos a guiar
nuestra vida con una ética. No podemos desentendernos frente a la perfidia:
quien no está contra ella, está de su parte. Ante la maldad no se debería ser
tibio, ni pusilánime, ni oportunista.
Y, sin embargo, todos, alguna vez, hemos
procurado escabullirnos de ese compromiso, al menos ante los otros. Todos hemos
callado, todos hemos negado más de tres veces antes de que cantara el gallo,
con la esperanza de no arriesgarnos a ser aislados o perseguidos.
Tenemos que reconocer que a
menudo no resultamos precisamente admirables. Pero la vida es agreste y
nosotros débiles: a veces lo urgente es vivir, no vivir bien. Todos hemos sido ignavi, y lo hemos pagado con las
picaduras de la vergüenza. Por suerte no habitamos el Anteinfierno, y aún
podemos optar por el valor.
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