Las convicciones colectivas funcionan como verdades
aunque no sean verdad. De hecho, a una masa enardecida no le interesa la
verdad, porque ya cree tenerla. Su dogma posee la fuerza numérica de la
multitud, que es la mayor que puede haber: la que acoge y abriga en el abrazo
del rebaño.
F. Alberoni acierta en su
paralelismo del enamoramiento con los movimientos colectivos, esos que él llama estados nacientes: los que prenden en un conjunto de individuos y los
articulan en algo nuevo y más grande, en un conjunto que cobra entidad propia y
que diluye la diferencia en su seno. Al sumirse en la masa, el sujeto puede
descansar de su individualidad: de ese feliz abandono nace el ímpetu que se
entrega al todo.
Alberoni, brillantemente, propone el enamoramiento como un «estado naciente de a dos»: dándole la vuelta, podríamos entender un movimiento
de masas como un «enamoramiento de a muchos». Con todas las glorias y las
zozobras que ello implica: el frenesí extraviado, la renuncia a la razón
serena, la omnipotencia de la arbitrariedad compartida, la calidez del abrazo
que, multiplicada, se transforma en ardor… También una vulnerabilidad que nos
hace fácilmente manipulables. De esas violentas mareas surgen éxtasis
fascinantes, pero siempre hay algún chivo expiatorio que las paga.
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