Es inaudita la capacidad que tiene el victimismo para
poner los sucesos de su parte. El victimismo no se equivoca, es presionado; no
delira, reinventa lo posible; no se rinde, es sometido. El victimismo es la
heroicidad a destiempo, la santidad coartada.
En sus filas no cabe la estupidez, ni la
perversidad, ni la debilidad, ni la injusticia. Todo eso les corresponde a los
otros, a los enemigos. El genio no tiene la culpa de la conjura de los necios
que se fragua contra él. La dignidad es siempre hermosa e inocente, por más que
la cerquen la estulticia y la perfidia. ¿Cómo acusar al santo de ser vencido
por un mundo de demonios? ¿Cómo reprochar al sabio la delicadeza de su jardín,
sepultado bajo el alud brutal de la ignorancia? Los buenos sucumben frente a
los feos y los malos.
Siempre se puede echar mano del victimismo
cuando no tenemos ni la razón, ni la inteligencia, ni la moral, ni la fuerza.
El victimismo se apropia del relato y cambia de personaje según le vengan
dadas: cuando asalta, es Robin Hood; cuando arrasa, es Espartaco; cuando
fracasa, es Segismundo. No impone: libera. No destroza: ajusticia; no huye: se
repliega. Cuando gana, demuestra su virtud; cuando pierde, se la mancillaron. Como
en el chascarrillo del jefe: siempre tiene la razón; y si alguna vez no la
tuviera, aplíquese lo dicho.
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