¿Hay algo más importante que la verdad? Desde luego:
vivir. Y la verdad no es siempre lo que más nos apoya frente a la vida, al
menos a corto plazo, cuando lo que cuenta es sobrevivir.
Pero eso no justifica
la falsedad: solo ayuda a comprenderla. A veces una mentira oportuna puede
salvar una vida; sin ir tan lejos, puede evitar un dolor innecesario. ¿Cómo
negarle legitimidad? Sin embargo, puede no ser un recurso tan inteligente si se
lleva por delante una parte de nuestra dignidad, o si nos sume en una espiral
de mentiras que acabará con nosotros. Hay que tener presente qué parte de
nuestra alma estamos vendiendo en cada pacto con el diablo, que es especialista
en que salgamos perdiendo.
Los cuentos nos avisan que
la magia siempre tiene un alto precio: yo creo que es el precio de la autenticidad,
puesto que la magia se basa en el truco. La mentira suele servir para
escabullirse de momento, pero, ¿qué será de nosotros después? ¿No seguirá
pendiente el reto, no permanecerá sin resolver? Para quien mira lejos, la
verdad suele ser la mejor opción: la más ética, porque nos dignifica y
despierta la confianza ajena. Y porque es cierto que nos hace libres: libres de
nuestros sórdidos laberintos. Spinoza consideraría la verdad, en general, una
potencia; y la falsedad, a menudo, una tristeza.
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