No vivimos en el mundo real, sino en un mundo imaginario
que superponemos a la realidad. Nos desenvolvemos entre fantasías, mitos y
proyecciones. Vemos lo que queremos ver, o más bien lo que estamos programados
para ver, la retícula mental que en su momento ayudó a la supervivencia de
nuestra especie y a nosotros durante los primeros años.
Nuestras proyecciones a veces siguen siendo
útiles. Atribuir maldad a quien nos dañó nos predispone a protegernos de él,
del mismo modo que basta con que un alimento nos enferme una vez para que lo
evitemos siempre con repugnancia. Pero ambas reacciones son desmedidas y nos
preservan tanto como nos limitan: por asco perdemos determinados nutrientes,
por antipatía cerramos las puertas a un posible amigo o lo juzgamos tendenciosamente.
Hay que ser capaces de
relativizar nuestros prejuicios. Ese sujeto que rechazamos probablemente no sea
tan malo, o no lo sería en otras circunstancias. Desde luego no lo es para sí
mismo. Por objetiva que haya sido su ofensa, seguro que no le faltan razones ―válidas, al menos, para él―. Nuestros
vínculos son relaciones entre personajes, más que entre personas. Pero solo estas
existen, y sufren, y aman.
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