Nos justificamos con mil artimañas para no afrontar lo que
tememos o nos da pereza. Somos cómodos, adictos a nosotros mismos, porque nos
horroriza la libertad, la incertidumbre de reinventarnos.
Sin embargo, a veces tenemos buenas razones
para no cambiar: cuando el precio parece demasiado alto, cuando sencillamente
tampoco hace falta, o en el fondo no queremos, o tal vez realmente no
podemos... No comparto ese empeño en que cambiemos a toda costa, ni los reproches
de cobardía por no hacerlo.
Yo me he pasado la vida intentando mejorar,
con esa convicción simplona de poder ser lo que me propusiera. He leído, he
pensado, he escrito, he probado distintas prácticas, he acudido a terapeutas de
todos los pelajes... Y alguna cosa he mejorado, pero otras, sencillamente, he tenido
que aceptarlas. Aceptar también es noble, y forma parte del progreso. Cuando cambiar
es la obsesión (vana), eso es lo que hay que cambiar.
A veces un vuelco es urgente, porque nos
jugamos la vida, o la salud, o el amor. Otras veces, cambiar es una posibilidad
atrayente, que acariciamos en los momentos de nostalgia, pero de la que al
final desistimos. Sea cual sea nuestra decisión, labremos para ella lucidez y
el valor de ser consecuentes.
No hay comentarios:
Publicar un comentario