Confesar la propia ignorancia es de rigor para todos,
pero en especial para quienes escribimos y supuestamente filosofamos. Eso de
decir que uno filosofa ya tiene unas connotaciones peligrosas, que podrían dar
a entender que hace algo más que reflexionar, como hace todo el mundo, solo que
se toma un tiempo para ello, y procura hacerlo con cuidado y con literatura.
A fuerza de escucharse y de leerse, uno
podría pensar que sabe más o que sabe mejor. Y ya no digamos si uno ha editado
algún libro y tiene un público que le sigue y que le halaga (lo cual no es mi
caso, aunque tampoco me molestaría). Ni la sintaxis ni la popularidad son
garantía de buen conocimiento; tampoco algunas ideas bien expresadas son
necesariamente señal de sabiduría. En realidad, si es que existe, la sabiduría
debe notarse más en lo que falta ―pesadumbre, exceso, enrevesamiento, arbitrariedad,
dogmatismo…― que en lo que se muestra. Nadie ha encontrado ninguna
respuesta definitiva ante la vida, porque siempre está antes la premura de
vivir que el lujo de pensar.
Apresurémonos, pues, a
confesar ignorancia. «Solo sé que no sé nada». Mi vida continúa siendo difícil:
sigo dudando, sigo sufriendo, sigo confundiéndome. Y por eso, como dijo
Comte-Sponville, sigo filosofando.

No hay comentarios:
Publicar un comentario