Tienen razón los viejos: la salud va delante, porque
somos un cuerpo y fuera de él no hay nada, ni siquiera espíritu.
La salud, como
la felicidad, mientras se tiene, es algo que se da por sentado, que nos pasa
desapercibido y dejamos de valorar. La salud, como la felicidad ―y quizá la
salud sea toda la felicidad, como ya nos sugería Epicuro―, solo se nota cuando
nos falta: otro tópico que pocas veces nos sirve para administrarla mejor. Por
eso necesitamos repetírnoslo.
Los jóvenes no piensan en la salud porque les
sobra, y aprietan sin miramiento el acelerador; para eso está la juventud,
mientras el cuerpo responde. Pero el tiempo va ahondando la fragilidad, y más
tarde o más temprano hay que empezar a cambiar algún hábito o renunciar a algún
exceso. La edad nos pone límites y nos descubre el deterioro. Quizá lo veamos
antes en los demás, pero en cada caída ajena intuimos un avance de la propia.
Tras el alivio de un dolor de cabeza o de una indigestión apunta una nueva
sabiduría de los valores, un nuevo concepto de la felicidad. Así debió gestarse
la luminosa sabiduría de Epicuro, entre cólico y cólico.
La salud no es un deber,
allá cada uno con sus cuentas. Pero eso, como toda libertad, debería hacernos
más consecuentes con lo que realmente importa.

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