sábado, 16 de marzo de 2019

La fragilidad de los afectos

Entre la amistad y la aversión apenas media algún que otro suceso,
a menudo relativamente triviales. 

    A veces basta un mal día o una leve decepción para que el amigo cordial se nos aparezca con un tinte asombrosamente ajeno, y no nos abrigue su presencia; tal vez eso pase y vuelva a imponerse el aprecio, pero también puede suceder que desde ahí reparemos en detalles que confirmen nuestra suspicacia y ensanchen la grieta. Otras veces basta con el paso del tiempo, que, como dice el viejo adagio, hace crecer la hierba en el camino del amigo, lo que implica que la vida nos cambia y que con ella se transforman las expectativas y las alianzas.

¿Quién no ha visto resquebrajarse complicidades que parecían irreversibles? Y, por el contrario, ¿quién no descubrió un día que la persona denostada tenía una cara oculta, como la Luna, con filones secretos? Ambos sucesos nos dicen mucho de lo frágiles que son nuestros afectos y sus vínculos. Es más: nos sugieren que quizá sean los vínculos los que crean los afectos.

En cualquier caso, unos y otros son más ambiguos y mudables de lo que esperaríamos; no hay entrega sin devoción, pero el cariño no es una garantía. La amistad y el amor, como reflexionaba Fromm, requieren diligencia. Y la hostilidad siempre esconde alguna puerta.

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