Entre la amistad y la aversión apenas media algún que
otro suceso, a menudo relativamente triviales.
A veces basta un mal día o una
leve decepción para que el amigo cordial se nos aparezca con un tinte
asombrosamente ajeno, y no nos abrigue su presencia; tal vez eso pase y vuelva
a imponerse el aprecio, pero también puede suceder que desde ahí reparemos en detalles
que confirmen nuestra suspicacia y ensanchen la grieta. Otras veces basta con el paso del tiempo,
que, como dice el viejo adagio, hace crecer la hierba en el camino del amigo,
lo que implica que la vida nos cambia y que con ella se transforman
las expectativas y las alianzas.
¿Quién no ha visto resquebrajarse complicidades
que parecían irreversibles? Y, por el contrario, ¿quién no descubrió un día que
la persona denostada tenía una cara oculta, como la Luna, con filones secretos?
Ambos sucesos nos dicen mucho de lo frágiles que son nuestros afectos y sus
vínculos. Es más: nos sugieren que quizá sean los vínculos los que crean los
afectos.
En cualquier caso, unos y
otros son más ambiguos y mudables de lo que esperaríamos; no hay entrega sin devoción,
pero el cariño no es una garantía. La amistad y el amor, como reflexionaba
Fromm, requieren diligencia. Y la hostilidad siempre esconde alguna puerta.
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