La pena viene sola; en cambio, la alegría hay que ganarla.
¿Será la tristeza más natural que la alegría? Probablemente.
Porque estamos
hechos para ver el dolor antes que la dicha. Porque el dolor sucede, y al gozo
hay que hacerlo suceder. Y porque la vida nos gasta y nos somete ―«Vivir es perder»―, y nuestro proyecto
es siempre un desafío a su resistencia. En definitiva, es como si hubiese una
entropía de lo bueno: por sí mismo se pierde; en cambio, para ganarlo hay que
poner energía. La felicidad tiende a disiparse.
Cabe entonces pensar que lo bueno es la
excepción, que la alegría, como la vida, es una extraña inversión de la
tendencia universal a la caída, y que por ello hay que cultivarla y protegerla,
en contra de los elementos, que son el daño y la muerte. Así se perfila el
destino humano, y así lo vio Camus cuando nos comparaba con Sísifo, que
empujaba su roca hacia la cima para ver cómo luego volvía a rodar ladera abajo.
¿Es que no descansaremos nunca? Nunca, mientras sigamos vivos: descansar es
morir, entregarse es caer.
Y, sin embargo, Camus ya
entreveía algo grande y hermoso más allá de ese esfuerzo absurdo, llamado a
malograrse: aun sabiendo de la derrota final, nuestra lucha está llena de
dignidad y de belleza.
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