Nos gusta la gente que se ama, aunque nos peque de un cierto
narcisismo, incluso cuando se ama con esa insolencia altiva de los niños. ¿Por
qué debería atraernos lo que cada cual se dedica tanto como lo que nos dedican
a nosotros, o hasta más?
Porque con alguien que se quiere sabemos a qué
atenernos. Alguien que se quiere de veras tiene menos necesidad de engañarnos y
manipularnos, alguien que se respeta no nos venderá su libertad, pero tampoco
comerciará con la nuestra. El Narciso recalcitrante resulta insoportable e
invasivo, pues no verá en el mundo más que reflejos de sí; pero un Narciso prudente
inspira simpatía.
En cambio, el que no se
respeta deambula a ciegas por el mundo, tanteando formas que no descifra y pisoteando
caminos que no nota bajo sus pies. No hay persona más triste, más extraviada
ni, probablemente, más cruel. Porque el Narciso que hay en él no ha florecido,
y solo anhela angustiosamente ocasiones para derramarse. Por más que simule
desprendimiento, en realidad siente que no tiene nada, y no hace más que buscar
la ocasión para apropiarse de todo. Por más que finja humildad, sueña con
motivos para la soberbia. No se perdona, y no perdonará al mundo que le niegue
lo que le falta.
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