No todos los amores sucumben a la erosión del futuro.
¿Cómo lo consiguen? Insistiendo en el amor, es decir, en el respeto, en la
admiración, en la afirmación de la libertad del otro. Admitiendo la persistencia
de la soledad: «Las cuerdas de un laúd están separadas aunque vibren con la
misma música», dice Kahlil Gibran.
En efecto, el amor no está para curarnos de
nuestra soledad, sino para honrarla. El milagro no es fundirse en uno, ensueño
imposible, de resonancias uterinas, y en cualquier caso inquietante, pues todos
nos sentimos impelidos por la vocación de ser, como dijo Spinoza, no de
diluirnos en otra cosa. El milagro reside en que, aun estando separados por un
abismo, podemos vernos, reconocernos y venerarnos. Así lo entendía Rilke: «El
amor que consista en que dos soledades se defiendan mutuamente, se delimiten y
se rindan homenaje».
Un amor así, respetuoso y
paciente, cálido y tolerante; un amor que cuida la distancia como la proximidad,
lo singular como lo compartido; un amor que se desea más generoso que exigente,
que siempre bebe pero nunca apura la copa, que siempre escancia pero nunca
vacía la jarra; un amor, en fin, que se hace futuro custodiando el presente,
eterno a fuerza de transitorio: ese amor tal vez dure, mucho o poco, lo
suficiente.

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