domingo, 14 de julio de 2019

Suerte

La suerte existe desde el momento en que no podemos controlarlo ni comprenderlo todo.
 «Yo prefiero labrar mi propia suerte», decía el personaje de una película, y tenía razón, pero solo hasta el límite de su criterio y de sus fuerzas. 

  Habitamos un recinto dentro del cual podemos influir cabalmente en lo que nos pasa: más allá está la terra incognita, regida por causas y azares que deciden sin nosotros qué será de nosotros.

No es extraño que mucha gente vea dioses o genios en esas fuerzas oscuras, e intente sobreponerse a la impotencia concibiendo actos mágicos para influir en ellas. Confieso que a veces, aun no siendo creyente, rezo y practico rituales tan fútiles que se me confunden con los hábitos cotidianos: les repito «Cuídate» a mis seres queridos, gruño cuando me viene a la mente una ofensa ―como si alguien me oyera―, llevar un objeto de mi hijo me hace sentirme protegido… Discutiría a cualquiera la presencia de algún poder en esas cosas, pero en la intimidad me calman el desamparo.

Y de eso se trata: de calmarse, de hacerse la vida un poco más llevadera. Los antiguos hablaban de la rueda de la Fortuna, tornadiza e inapelable. «No hay dicha posible sin suerte», reconoce Comte-Sponville. La vida es vasta y nosotros insignificantes: deseémonos suerte.

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