La suerte existe desde el momento en que no podemos
controlarlo ni comprenderlo todo. «Yo prefiero labrar mi propia suerte», decía
el personaje de una película, y tenía razón, pero solo hasta el límite de su
criterio y de sus fuerzas.
Habitamos un recinto dentro del cual podemos influir
cabalmente en lo que nos pasa: más allá está la terra incognita, regida por causas y azares que deciden sin
nosotros qué será de nosotros.
No es extraño que mucha gente vea dioses o
genios en esas fuerzas oscuras, e intente sobreponerse a la impotencia
concibiendo actos mágicos para influir en ellas. Confieso que a veces, aun no
siendo creyente, rezo y practico rituales tan fútiles que se me confunden con
los hábitos cotidianos: les repito «Cuídate» a mis seres queridos, gruño cuando
me viene a la mente una ofensa ―como si alguien me oyera―, llevar un objeto de
mi hijo me hace sentirme protegido… Discutiría a cualquiera la presencia de
algún poder en esas cosas, pero en la intimidad me calman el desamparo.
Y de eso se trata: de
calmarse, de hacerse la vida un poco más llevadera. Los antiguos hablaban de la
rueda de la Fortuna, tornadiza e inapelable. «No hay dicha posible sin suerte»,
reconoce Comte-Sponville. La vida es vasta y nosotros insignificantes:
deseémonos suerte.
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