Los estoicos nos sugieren entrenar el ánimo para hacer
frente a cualquier envite de la vida. Les parecía posible afrontar con entereza
cualquier circunstancia, por dolorosa que fuera.
Su proyecto nos da fuerzas o
al menos esperanzas, pero adivinamos en él un exceso heroico que no nos
convence: «Es feliz el que está contento con las circunstancias presentes, sean
las que quieran», afirma, por ejemplo, Séneca. Parece demasiado pedir para un
ser tan endeble y tan vulnerable como el humano.
«El dolor manda», replica Comte-Sponville,
más inclinado a pensar que nuestro aguante tiene límites y que es más sabio
atenerse a ellos que soñar con omnipotencias heroicas. «Lo más oportuno es
gozar de una dicha modesta y de una desdicha serena: ninguna de las dos son
merecidas». Pero hay veces que la adversidad es demasiado grande, y no podemos
soportarla con serenidad: se trata entonces, probablemente, de sufrirla con
resignación, de oponerle ―si se puede― algún resguardo, y de esperar a que
escampe la tormenta y las cosas, que siempre pueden ir peor, vayan mejor.
«Sigo estando deprimido,
pero ya no me importa», explicaba un maestro zen sobre la iluminación. Quizá
sea esa la máxima entereza a la que podemos aspirar.
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