La literatura periodística tiene el aroma tierno de lo perecedero.
Escritura para un día, palabras que en unas horas se reducen a papel. No sé qué
se hace ahora con los periódicos pasados, antes en las tiendas te envolvían con
ellos el pescado, final que me parece más digno que el del enigmático contenedor
de reciclaje.
El articulista de periódicos sabe que sus palabras serán leídas
una vez ―si es que lo son― y luego se las llevará el viento. Aun así, algunos se
lo toman muy en serio y sientan cátedra. Nada que objetar, al contrario: la
eternidad puede ser cosa de un instante. Da gusto que una efímera columna discuta
con la pasión y el espesor de un tratado.
Pero da más gusto, según
cómo, encontrar a un articulista que asume su insoportable levedad y que escribe
de lo que le viene a la cabeza sin mayor pretensión. Si lo hace con gracia,
logra transmitirnos la frescura de las charlas de bar, en las que una efímera chuscada
tiene su segundo de gloria. Lo fugaz se complace sacando brillo a lo insustancial.
Nada es demasiado serio, y todo lo es. El lector puede así reclinarse sobre el
artículo como si estuviera dando un paseo por las ocurrencias del autor, que
bien pudieran ser el decorado de su propia vida insulsa y trivial. Honra para esta
literatura que sin objeción, como la vida, se entrega al olvido.
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