Cada
febrero, los almendros cumplen una vieja alianza con el hombre. Tras el sueño
largo y gravoso del invierno, se engalanan de blanco para anunciar el presentimiento
de su final. Los almendros son la avanzadilla de la primavera, como aquellas
trompetas que se adelantaban a las comitivas imperiales para azuzar la reverencia.
Cuando ya estamos fatigados de invierno, cuando algo en nosotros teme que el
mundo será ya siempre frío y oscuro, los hitos albos de los almendros por los
caminos levantan el ánimo y nos llaman a la paciencia prometiéndonos la vuelta
de los días largos y cálidos y alegres. Hemos sobrevivido un invierno más: eso
no es garantía de llegar mucho más lejos ―porque nada más exigente que la
primavera, como cantaba Maria del Mar Bonet, y como saben bien los depresivos,
que habrán de redoblar su esfuerzo por vivir―, pero trae el consuelo de la luz
en las tardes y de la piel que anhela ya exponerse al aire y al sol.
Casi todos atravesamos noches
oscuras, en las que tememos naufragar, noches que nos ponen a prueba la
entereza ―que, ay, va desgastando la edad― y nos obligan a rehacer el sentido.
Los almendros nos invitan a resistir, a mantenernos fieles, a creer que también
nosotros, como dijo el poeta, volveremos a florecer.
A Emiliano, que ya no los verá,
como si volviera en ellos.
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