viernes, 7 de febrero de 2020

Almendros en febrero

Cada febrero, los almendros cumplen una vieja alianza con el hombre. Tras el sueño largo y gravoso del invierno, se engalanan de blanco para anunciar el presentimiento de su final. Los almendros son la avanzadilla de la primavera, como aquellas trompetas que se adelantaban a las comitivas imperiales para azuzar la reverencia.


    Cuando ya estamos fatigados de invierno, cuando algo en nosotros teme que el mundo será ya siempre frío y oscuro, los hitos albos de los almendros por los caminos levantan el ánimo y nos llaman a la paciencia prometiéndonos la vuelta de los días largos y cálidos y alegres. Hemos sobrevivido un invierno más: eso no es garantía de llegar mucho más lejos ―porque nada más exigente que la primavera, como cantaba Maria del Mar Bonet, y como saben bien los depresivos, que habrán de redoblar su esfuerzo por vivir―, pero trae el consuelo de la luz en las tardes y de la piel que anhela ya exponerse al aire y al sol.

Casi todos atravesamos noches oscuras, en las que tememos naufragar, noches que nos ponen a prueba la entereza ―que, ay, va desgastando la edad― y nos obligan a rehacer el sentido. Los almendros nos invitan a resistir, a mantenernos fieles, a creer que también nosotros, como dijo el poeta, volveremos a florecer.

A Emiliano, que ya no los verá,
como si volviera en ellos.

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