La diferencia nos intimida porque vulnera la costumbre,
el equilibrio de hábitos y expectativas que hemos compuesto a lo largo de los
años, y que da a la vida una apariencia estable y coherente, de cosa más o
menos previsible y segura.
La «normalidad» es el precario compromiso de nuestra
mente con la profusión inabarcable de la realidad, un haz de ideas forjadas
tras un largo trabajo de ensamblaje entre la cultura transmitida y la experiencia.
Sin una noción de normalidad, la vida herviría como un caldo caótico e
insoportable.
Pero el contorno de lo «normal» es un trazo
arbitrario, que deja del otro lado todo lo que supuestamente no lo es. Esos
alrededores donde reinan la extrañeza y la amenaza ―¿el bosque de Caperucita?―
son los que nos hacen permanecer en guardia, inquietos e inseguros, y de ellos
llega el sobresalto de lo diferente.
La incursión de lo distinto
fragmenta la normalidad, y obliga bien a replantear lo real (ensanchando su territorio),
bien a ponerlo en guardia (desterrando lo extraño). Solemos optar por lo segundo porque
nos preserva del conflicto, pero lo extraño es pertinaz y sigue infiltrándose,
obligándonos a un esfuerzo por expulsarlo cada vez más desesperado. A veces lo
difícil es no cambiar, a veces es mejor hacer sitio a lo distinto.
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