Las costumbres ordenan nuestra vida. Eso, que en comunidad
resulta imprescindible, ayuda en lo individual, que en buena parte transcurre
en sociedad. Pero no solo por eso: la costumbre nos simplifica la vida, al
ofrecernos ya tomadas muchas decisiones, y nos estructura el tiempo, al perfilar
una agenda precisa de lo cotidiano.
Todos necesitamos ese mapa, aunque unos más
que otros. Los inseguros solemos aferrarnos a ellas como boyas en la marejada
de lo imprevisible. Los neuróticos, que sufrimos por todo y en especial por lo
incierto, encontramos en ellas con alivio discretos puertos seguros de
certidumbre. Los obsesivos las cumplimos con la devoción de un ritual
purificante. Para los niños, que gozan y sufren con lo desconocido, son como asideros
en los que agarrarse mientras aprenden a caminar.
Hay que disfrutar del olor
hogareño de las costumbres. Pero en su propia virtud alienta su amenaza, cuando
se imponen sin miramiento o se abusa de ellas sin criterio. Como las normas,
están para saltárselas cuando haga falta. Y como ellas, jamás pueden quedar por
encima de las personas. Nosotros las legitimamos y, si hace falta, las
cambiamos. Los niños crecen desafiándolas; los adultos ejercemos la libertad reservándonos,
frente a su código, la última palabra.

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