Nada hay más peligroso que lo que no se pone en duda; lo
que no puede cuestionarse porque supuestamente está por encima de cualquier
criterio, porque su legitimidad emana de alguna pretendida trascendencia
superior, escrita con mayúsculas, como Dios o la Historia.
Las religiones y los nacionalismos juegan con
certezas que superan el criterio humano: por eso se parecen tanto, y por eso
son por igual tan agresivas. Las religiones y los nacionalismos aplastan al
individuo y le imponen la trascendencia, aunque sea inventada; o, mejor dicho:
imponen arbitrariedades muy terrenales (el idioma, la ropa, la frontera) con la
coartada de arbitrariedades elevadas al nivel de trascendencia. Tenemos así que
una simple idea (discutible e indemostrable) o una simple tradición
(contingente y cuestionable, como todas) sirven a sus acólitos para subyugar a
todos, en lo colectivo, y a cada uno, en lo individual. Un disparate avalado,
en realidad y siempre, por el ejercicio de algún tipo de represión, aunque solo
sea la del rechazo o el ostracismo del disidente.
Protágoras decía que el
hombre es la medida de todas las cosas, joya del sentido común que tiene que
ser nuestra divisa frente a cualquier totalitarismo. Ningún fanático amará a
Protágoras: nosotros, sí.
No hay comentarios:
Publicar un comentario