Todo lo terrible nos vacía a su manera. No solo nos quita
cosas: se lleva también parte de nosotros. La vida nos zarandea y nos desgasta.
Una pandemia se lleva gente, y deja un mundo horadado a quien se queda.
Lo primero, como escribía Camus en La peste, fue el exilio. En realidad
hubo otra cosa antes: el estupor. Salíamos del trabajo cuando nos prohibieron
volver al día siguiente. Había que confinarse. Regresamos a casa entre aturdidos y excitados, con la vaga sensación de que por mucho tiempo no cabría esperar más que incertidumbre. Al día siguiente, el presidente anunció el estado de alarma. Nos sobresaltó el vacío en los estantes de los supermercados. Había empezado el miedo.
Luego vinieron las largas
jornadas encerrados, las salidas esporádicas por calles fantasmales, las
crecientes sumas de afectados, la aterradora cifra de los muertos. El miedo
cobraba forma en el silencio, en espera sin horizonte, en las compulsivas llamadas
telefónicas. Aprendimos a trabajar en casa, y comprobamos que así se trabaja
más y a todas horas. Las familias se encontraron apelmazadas en viviendas de repente
más pequeñas. Y así sobrellevamos el exilio, que fue lo primero que vino y lo
último que se irá. En realidad, otra cosa durará más: los huecos que el estupor
y el miedo cavaron en el alma. Pero el tiempo rellena sus vacíos.
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