«Lo que es natural es el microbio. Lo demás, la salud, la
integridad, la pureza… son un resultado de la voluntad, de una voluntad que no
debe detenerse nunca».
Así argumenta un personaje de La peste, de A. Camus, una de las ideas centrales de la novela, y
se diría del humanismo entero: la vida humana no es natural, ni se rige por lo
natural; es un proyecto: un fruto de la libertad que se alza, precisamente, en
contra de la naturaleza, de esa viscosa facticidad que inevitablemente le presenta
su resistencia. Para el proyecto humano, vivir es luchar, es imponer las obras,
los valores, el derecho, el deseo mismo, frente a la turbia indiferencia del mundo.
Se trata de un esfuerzo
titánico, que nunca se consuma y, en definitiva, condenado al fracaso. ¿Vale la
pena, entonces? Un fatalista lo negaría: ¿para qué luchar contra la pandemia,
si de todos modos seguirá habiendo contagios y muertos, y seguirán apareciendo
nuevos virus? Dejemos que la enfermedad se lleve a los suyos, y quien quede que
siga viviendo. El fatalista se equivoca: cada vida escatimada al virus es un
triunfo de la humanidad; cada hora que se retrasa la muerte de alguien hay que celebrarla como un milagro. ¿Que un instante no implica más que mera
prórroga? La vida entera lo es: en eso consiste la aventura humana, en hacer
aunque se pierda y en durar aunque se acabe.

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