La vida es un camino que a muchos, a fuerza de varapalos y derrotas, nos va conduciendo de la ingenuidad a la circunspección. Comprobar en propia carne cómo la malicia y el timo pueden llegar a ensañarse con nosotros va erosionando nuestra fresca candidez, nos hace más cautos y prevenidos. Es apropiado dimitir de la inocencia ante la crueldad, pero no deberíamos permitir que por el camino se nos vayan quedando la ilusión ni la bondad, ni acabar, como algunos, en la acritud, el cinismo o el resentimiento.
Tenemos que protegernos: de los demás y de nosotros mismos. Nadie más desalmado que uno a la hora de cargarse de reproches los errores ―¿y quién no se equivoca?― o por las carencias ―¿quién no las tiene?―. Si con alguien tenemos que ejercitar la tolerancia, es con nosotros mismos, sobre todo si nuestras intenciones fueron buenas; si nunca dejamos de exigirnos un comportamiento responsable y ético; si creíamos estar haciendo lo correcto. Nada nos exime de un error grave, ni de sus consecuencias; pero podemos pagar lo que corresponda y rectificar sin necesidad de retirarnos el propio aprecio ni de someternos a una humillación desproporcionada. La misericordia y el amparo empiezan por uno mismo.
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