viernes, 13 de noviembre de 2020

Fortuna

Tenemos tanta necesidad de significado que no soportamos ese desbarajuste violento del azar.
Cuando la vida nos vapulea, queremos creer que no es algo casual y absurdo, atribuir a nuestros desvelos al menos una explicación. Es preferible un sentido peregrino, disparatado o extravagante, al vacío perturbador del sinsentido.


Epicuro, como Demócrito, creía que todo estaba hecho de partículas caóticas que iban y venían en una danza impetuosa sin propósito, y que casualmente, durante un breve lapso, había tomado nuestra forma. La ciencia casi les ha dado la razón, pero en aquel tiempo (y ahora también) hacía falta mucho arrojo para sostener ese aserto en carne viva. 

La mayoría preferimos ampararnos en cualquier ilusión de designio, de ahí las religiones y los esoterismos. De ahí que, por ejemplo, prefiramos creer que nuestras tribulaciones son consecuencia de agravios de otras vidas, o de aprendizajes que se nos imponen para instruirnos en esta. Podemos aceptarlo todo, siempre que tenga algún sentido. Dios enmudece ante el sufrimiento, pero el sufrimiento necesita insistir en Dios. Desde la Grecia antigua nos llega el aliento de un fluir perenne pero ciego, que a veces nos acaricia y otras nos devasta: preferimos concebir la Fortuna.

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