Como dice Séneca, hay que probar las palabras con hechos; y si se puede tener hechos (acertados) sin palabras (retóricas), mejor. Cada voz es un riesgo: por la boca muere el pez.
El lenguaje confunde, o al menos no guía de forma certera: es como un espejo sucio en el que nos reflejamos, pero con una imagen por completar. Y ya se sabe que rellenamos la ambigüedad con nuestras expectativas: vemos lo que queremos ver.
Las palabras son imprescindibles, y buenas si están dichas con buen espíritu y sin demasiada torpeza. Pero no cambian nada. Una vida es mejor o peor en función de sus hechos, no por sus discursos y ni siquiera por sus ideas. El indicio de la sabiduría, insiste Séneca, es la concordancia de las palabras con los hechos, «la constante igualdad del hombre consigo mismo». Yo añadiría: y si hay más hechos que palabras, mejor.
Tienen suerte los que exhiben poco parloteo: se confundirán menos y tendrán más tiempo para actuar. El verbo no está en el principio; es una herramienta útil pero que siempre nos dejamos por en medio. Ahora bien, para el que no es feliz, la palabra puede servir de brújula y consuelo. Por eso hablamos, por eso escribimos. Por eso, aunque envidiemos la sencillez que no tenemos, seguimos pensando.
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