La épica es el relato de la ética, su historia o tal vez su fundación. Es el ser humano enfrentado a la resistencia del mundo, es Sísifo subiendo la roca por la pendiente y viéndola caer. El individuo debatiéndose con las ataduras de la facticidad. Guerrero contra adversario, hombre contra destino…, el héroe frente a los dioses.
Si la vida es difícil, y hay que luchar; si construirse a uno mismo ―el ego: hermosa metáfora, tan radiante, tan sombría― es difícil, puesto que el mundo entero conspira para demolernos; ¿cómo no ver en las sangrientas batallas, en las debilidades y los miedos, en los trabajos y los conmovedores esfuerzos del héroe, un despliegue de la aventura humana? Una aventura que es siempre ser contra algo, ser a pesar de algo, incluso de uno mismo y de las propias derrotas. ¿No es la aventura de todos? ¿Dónde se muestran más nítidos, más genuinos, los esbozos de una moral personal, de un conato spinoziano, de una voluntad de poder nietzscheana, de la orgullosa libertad existencialista? Se dirá que el verdadero hombre no lucha con Gorgonas, como Perseo, sino con la peste, como Rieux, el médico de Camus. Sin embargo, ¿hay tanta diferencia? Ambos pugnan por conquistar y defender la dignidad del hombre; ambos vencen y fracasan en la empresa.
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